22 de diciembre del 2024
 
Río Magdalena. Fotografía de Francisco León Ruiz Flórez, s.f. Colección Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Reg. BPP-F-013-0181
Marzo de 2014
Por :
Pedro Gómez Valderrama (1923-1992)

LENGERKE POR EL RÍO MAGDALENA

Extracto de La otra raya del tigre

“Con la proa hacia el Sur, el vapor se deslizó lentamente en el agua fangosa, corriente arriba del Río Grande de la Magdalena. Sus grandes ruedas se movían acompasadamente, impulsando la mole plana y alargada del “Honda”. Quedaban atrás las casas pajizas de Barranquilla, las horas muertas de Santa Marta, los largos días del viaje desde Europa. La selva de las orillas aparecía densa y apretada, con un verde distinto, en medio de la malsana quietud del calor, que solo rompían el ruido de las calderas del barco al aproximarse, y el de las palas de las ruedas al batir el agua amarilla, que hacían salir bandadas de pájaros de colores y provocaban el chillido de micos enemigos. Por entre el calor del aire quieto, por el agua baja del río, sorteando cuidadosamente los playones semidesconocidos, avanzaba el buque, y acomodado en la barandilla, en el puente, cerca a la rueda del timón, mirando a la orilla, Geo von Lengerke, ciudadano en exilio, ex-militar, ex-alemán, ex-revolucionario, consumaba su huida y entraba a las tierras prometidas o malditas.

Geo von Lengerke.

 

Había sido el único pasajero desembarcado en Santa Marta, mientras el barco inglés de la “Mala Real”, -la Royal Mail”- seguía su penoso recorrido. Los días que pasara en su primer puerto, habían iniciado un desconcierto del trópico, que se había acrecentado al recorrer la costa hacía Barranquilla, entre los caseríos mulatos de los libertos triunfales y palúdicos. La suerte le había ayudado al encontrar a Hans, un mulato de ojos claros, hijo de uno de los últimos afugios de su compatriota, ahora muerto. Hans balbuceaba un alemán elemental, y le sirvió como traductor, a la espera del barco. Se dedicó a enseñarle su español vacilante, que unido al que estudió en la travesía le tenía ya en situación de hacerse comprender.

Lengerke miraba el lento paso de las costas, los plantíos medio ocultos en la vegetación de la selva. El holandés que comandaba el barco subió a cubierta y se acercó a él, invitándolo a pasar a la sombra y conocer el pasaje. Lengerke le siguió, para encontrarse a poco mirando la sonrisa de unas jovencitas, las señoritas Santa Cruz o de Santa Cruz, quienes regresaban a Colombia después de completar su educación en Francia. Ellas, después de presentarle a sus padres, lo depositaron en francés en manos del R. P. Jerónimo Alameda, quien regresaba de Roma e intentó hablarle en un alemán tan poco convincente que lo fue más el español de Lengerke; un inglés de grandes patillas y casco colonial se inclinó ante él, murmurando su nombre, Jeremy K. Arbuthnot, nuevo Cónsul de la Gran Bretaña en Honda; y aprovechó un momento en que desaparecieron las niñas Santa Cruz para presentarle a la señora Michele Nodier, francesa joven todavía y ampulosa de formas y de espíritu, quien al pasearse con su arrogancia parecía desplazar, por temor al contagio, el resto del elemento femenino.

Los demás fueron llegando poco a poco: un matrimonio barranquillero que iba por primera vez a Bogotá, un diputado al Congreso que insistía una vez y otra en referirle cómo había sido la elección del General José Hilario López, y en hablar sobre los horrores del socialismo, y que parecía ser hombre de grandes merecimientos políticos en su provincia. Lengerke sonreía escuchando al notable público, con la ayuda de la señorita Amalia Santa Cruz, quien le traducía al francés; el hombre, con breves pausas para enjuagarse el sudor, ponderaba las posibilidades de su región, sugería al extranjero la conveniencia de radicarse en ella, en especial en el momento en que su partido (como era inminente), volviese a tomarse el poder; porque si no, señor, hacemos la guerra…

El barco se adentraba en el río, el sol subía; al llegar al centro del día todo en la selva se quedaba quieto, todavía en medio de la anchura el barco avanzaba contra la corriente; los tocados femeninos no se habían descompuesto, aún el barco era una isla de civilización en medio de la naturaleza tropical (en quince días remontando el río todos tendrán que estar desnudos incluso el Padre Alameda, las plantas crecerán dentro del barco, los caimanes serán alimentados con los pedazos de nosotros que desprenda el calor; el agua sigue deslizándose, lo único fresco es el ruido de las ruedas del barco, mientras el calor gravita sobre nosotros como una masa sólida. Todavía los vinos no están agrios, en las provisiones aún quedan galletas inglesas, carnes enlatadas, pero en pocos días estaremos varados en un banco de arena comiendo carne seca y tomando agua fangosa).

Lengerke resolvió entrar al camarote y dormir, mientras pudiese hacerlo, el sopor de los vinos y la fuerza del calor. Un tímido golpe en la puerta le despertó: Madame Nodier le suplicaba en alemán un poco de colonia para refrescarse; entre cortés y malhumorado la invitó a seguir, diciendo en su lengua que él se la aplicaría; la mujer entró obediente y se quitó la ropa, y el alemán no tuvo otro camino que aplicar la colonia y aplicársela él; los dos no cabían en el camarote sino acostados, observó, y así pasaron las horas en la litera húmeda, pero no le pesaba haber hecho entrar a la francesa, aunque tampoco podía aceptar que se le adhiriera. Habría sido más grata una de las niñas Santa Cruz.

Caza de caimán. Diseño de Aide de Neuville, con base en un croquis del autor. Saffray, Charles. Voyage à la Nouvelle- Grenade. Le Tour du Monde. París, Hachette, 1869.

 

El barco seguía avanzando pausadamente, había que subir la cubierta y tratar de divisar los papagayos, los micos, los caimanes varados en la arena, los jabalíes, las plumas asombrosas de las garzas, las flechas de los loros. De pronto, todo pareció aquietarse, el sol comenzaba a caer, no quedaban sino los mosquitos, los jejenes que consumaban su maravillosa agresión sobre la piel de los viajeros, que se clavaban en las carnes rosadas de las Santa Cruz y la Nodier, que hacían que el Padre Alameda se desesperase dentro de su sotana blanca y a la vez la bendijera como una coraza protectora; a veces, se sentaba en la sombra y se quedaba absorto, escuchando su propia muerte que le crecía por dentro. La pareja de Barranquilla se quedaba largas horas mirando el río como si no hubiese calor, localizando la cabeza de un caimán en el agua o haciéndole señas a los bogas del champán que pasaba cuando las olas que formaban el barco lo hacían balancear.

El cónsul inglés llevaba siempre consigo una escopeta de dos cañones, que limpiaba cuidadosamente con una gamuza. Cuando pasaba una bandada de pájaros, disparaba y los veía caer con un rugido de satisfacción; y si veía los caimanes al sol en la playa, bajaba al camarote por un considerable rifle Remington, y después de afinar la puntería soltaba el tiro y escrutaba la distancia para ver si había hecho blanco. Hasta ahora no había logrado ninguno, pero derivaba de su deporte un placer voluptuoso.

Por la noche, cuando refrescaba, el tedio cedía, era menos ingrato, aunque cuando se iba yendo el sol amarraban el barco a la orilla para pasar hasta el día siguiente. Los marineros cantaban en la proa. Nadie podía dormir, unos se sentaban y otros paseaban por la cubierta, hasta que al fin el cansancio los vencía. A veces, el rugido de un tigre ponía el alerta en el paisaje; otras veces, creían oír el sedoso resbalar de las culebras, y la Nodier soñaba que invadían el barco, que la envolvían y la apretaban como nadie antes lo había hecho.

Nadie sabía por qué venía la Nodier. Se rumoraba que era una cantante de ópera que había quedado anclada en Santa Marta, por serle infiel al Director de la compañía, y que durante unos meses había tenido que trabajar, ya se sabe cómo, para poder viajar a Bogotá, a tratar de buscar una vida mejor. Tenía pesadillas en las noches, los despertaba a todos con sus gritos. Una noche, dormida en el camarote con Lengerke, este tuvo que taparle la boca, para que con su escándalo no confirmara lo que todos sospechaban, aunque los tabiques de madera del barco traicionaban rumorosamente todas las efusiones de la francesa.

Su obsequiosidad con Lengerke hacía las cosas desastrosamente evidentes, pero algo en ella despertaba la buena voluntad, un dejo de simpatía que le asomaba como la belleza un poco marchita, detrás de los afeites que el calor desleía.

En la reunión de desesperados acosados por los mosquitos, el bochorno infernal, el monótono ruido de las ruedas, la francesa era curiosamente más importante que las niñas Santa Cruz, tenía mayor espíritu; traía el relente de las guinguettes de París, de las callejuelas de Marsella, el veneno del Mediterráneo, las olas azules del Atlántico, el sol sobre el mar; los bastiones de La Habana y de Cartagena, los jergones de Kingston, de Point-à-Pître, de Barbados, toda la melaza azul del Caribe para volcarla en el río resbalante en medio de la selva.

La selva virgen en las márgenes del Magdalena. Diseño de E. Riou, con base en un croquis del autor. André, Edouard. L‘Amérique Équinoxiale. París, Hachette, 1869.

 

Todavía era el Río Grande de la Magdalena, a la altura de Tenerife, ancho como la muerte, el río del bagre y la tortuga, del boga y el caimán, el de los caseríos de paja con gentes semidesnudas manoteando hacia el barco mientras el penacho de humo subía al cielo desesperadamente azul. A veces el sol se hundía en el agua, parecía que iba a oírse el chirrido del fuego al consumirse, mientras la sombra descendía y la selva callaba los ruidos del día, y a poco empezaban los sonidos misteriosos de la noche. Lengerke miraba, se emborrachaba de colores, de las mutaciones asombrosas del río, de la naturaleza que no podía encerrarse en un cuadro porque quedaría reducida a los manchones verdes; entraban en el reino del bagre, los colores de los peces al amanecer eran azules y rosas y violetas, pero caía el sol y rebotaba tres veces sobre el agua y comenzaba entonces el reino verde del Caimán.

Macondo. Barco de vapor. Río Magdalena, Colombia. Fotografía de Leo Matiz, ca. 1950. Colección Museo Nacional de Colombia. Reg. 7674. Fundación Leo Matiz No. 011400-N.

 

Hieráticos al sol, los playones desiertos, veinte, cincuenta caimanes verdes de los tiempos faraónicos; la mirada se quedaba paralizada sobre las escamas verdes, el oído se aguzaba para oír los timbales, un cerdo salvaje, un jabalí perdido desembocaba en la espesura, y se abrían las cincuenta fauces putrefactas. De pronto se veía venir en el agua la cabeza verduzca, nadando entre dos aguas, y los bogas, ante el pavor fascinado de las señoritas, cubiertas con sus grandes sombreros blancos y sus velos suizos como mosquiteros portátiles, señalaban que los caimanes que se acercaban al barco habían probado ya carne humana y la buscaban deleitosamente; y surgían las historias de pavor, el brazo amputado del boga que quiso rescatar su remo, la niña que al inclinarse sobre la orilla desapareció, y el ejército de saurios asolando las aldeas, soldados enemigos, representantes ilustres de la naturaleza; el diputado que salía a cubierta después de dormir dos días de brandy hablaba de la necesidad de exterminar la especie aborrecida, contaba los caimanes, requería el fusil y disparaba produciendo apenas un pequeño movimiento en la masa verde y alguien murmuraba que la selva en torno era el reino del tigre, que en la arena el tigre triunfaba, y en el agua el caimán faraónico lo derrotaba.

Contaba el diputado que apenas dos años antes de la navegación se hacía solamente en champanes como los que de vez en cuando se veían pasar adormecidos deslizándose hacia el mar, con su túnel de guadua, en los cuales la gente tenía que estarse ocho o diez días acostada mientras se navegaba, entre el olor humano y la podredumbre de los alimentos descompuestos; el viaje hacia el mar era fácil, pero para subir era necesario impulsarlos con los inmensos remos, o remolcarlos con los cables; los que le oían asombrados sentían el estremecimiento del progreso en el bramido de las máquinas, el incansable paleteo de las ruedas; la masa de agua parecía ilimitada, parecía un inmenso camino hacia arriba, hacia las cumbres del frío, y sobre toda ella el imperio indescifrable del caimán, dueño del Río, dueño de las vidas que por él circulaban, desafiante a las balas que lo atacaban, devorador de hombres y animales, enemigo perpetuo de la creación del hombre, verde como la selva que se reflejaba en los remansos y se dividía en sus escamas ásperas. (Estamos en el reino del caimán, navegamos en él, el dios caimán nos detiene o nos deja pasar, aquel caimán dormido sobre el cual se ha posado una garza inverosímil podría matarnos a todos si el barco se hunde, si se rompe el casco sobre un banco de arena; el río aquí es ancho, desmesurado, es diez veces el Sena, quince veces el Weser, los castillos que se reflejan en el Rhin son aquí los caimanes taciturnos como fortalezas vigilantes, como hace tres mil años. Cocodrilos, caimanes, castillos, yacarés verdes como la naturaleza, son más importantes y duros que la cáscara del buque, esta es la sinfonía del río, es el río-dios que encontraron los conquistadores españoles, cuando entre ellos se mezclaron los primeros aventureros alemanes.). Lengerke tomó su fusil, apuntó cuidadosamente, e hizo blanco. (He matado al dios, en un mes la osamenta blanqueará en la orilla como la que hemos visto desde la iniciación de nuestro viaje; el caimán al sol, tumbado sobre la playa entre los caimanes vivos y pesarosos que apenas se mueven esperando el momento de tener una presa al alcance de las fauces; el hombre va y viene por el río, trae vapores, trae máquinas y pianos, trae muebles suntuosos, terciopelos y sedas y estos son los delegados del dios caimán que tratan de impedir que la putrefacción de Europa desintegre y recorte la naturaleza virgen e ilimitada. Hay el reino del caimán, el reino del tigre, y los hombres quieren construir en sus ruinas el reino del hombre sobre el hombre, el reino del odio y la injusticia.) (Los caimanes desaparecen, vamos entrando en un remanso, el Abuelo mira hacia la proa y ve subir de pronto la parábola de las garzas que se consumen en la selva verde que para muchos de los pasantes transitorios puede convertirse en oro, en trozas de madera, en pieles, en pacientes cultivos. Pero la línea del agua sigue siendo el reino del caimán, donde pueden batirse las guerras, acumularse las infamias, pero el Río las arrastra, las lleva, las envuelve, las lava.)

La ascensión del río les iba llevando lentamente, remontaban el Brazo de Loba, iban profundizando en las tierras a la vez que el verano tórrido empezaba a sentirse, tenían que navegar con precaución para no encallar en los bancos de arena, los días pasaban, las noches de la selva despedían el vaho violento del verano. En la oscuridad, descendían cautelosos a los dominios del tigre. Al amanecer encontraban frecuentemente la impronta de su garra: dos días antes tuvieron que abandonar en un pueblo a un marinero herido, con el pecho desgarrado por un tigre fantasma que parecía ir siguiendo el barco de jornada en jornada. La Nodier juraba que una noche lo oyó caminar por la cubierta, y evidentemente, al siguiente día se echó de menos una gruesa porción de carne salada, puesta a secar al viento y al sol, pero los bogas dijeron: lo que quiere el tigre es carne humana, es como el caimán. La Nodier no se atrevía a salir de su camarote, se encerraba en él por miedo al tigre y al diputado que la galanteaba, al que temía más que a los negros antillanos o a los marineros marselleses; sin embargo, una noche de calor inmóvil, ya las señoritas Santa Cruz, sus padres y el cura Alameda habían bajado a dormir, o a sufrir el calor, y Lengerke sacó una botella de brandy con la cual hizo una ronda discreta; la Nodier insistió, y poco a poco el licor la hizo olvidar la penuria del viaje, y con la voz borracha empezó el relato de su vida cuando era reina en París. Un barón se enamoró de mí, quiso casarse, pero no pude amarlo. Era demasiado feo, yo tenía un amante mejor y más bueno, que también tenía dinero… Pero luego me lo quitó Louise, mi amiga, con quien yo vivía. Me dolió tanto, me hizo sufrir de modo que no podía ganar mi dinero. Alguien me aconsejó irme a Marsella, donde las mujeres bonitas se enriquecen pronto. Y allá viví y reuní para pagar mi pasaje porque quería irme lejos, lejos de París. Y sin embargo ahora, en estas noches de calor ya no me importa Jacques, pero daría mucho por ver de nuevo Nôtre Dame, y mirar el Sena, tan distinto de este río inhumano… Cuando llegué a Point-à-Pître casi se arma de nuevo la revolución. El Gobernador me galanteaba, los criados me decían “Madame la Baronne”. Allí estuve tres años, hasta que él murió de fiebres. Yo me demoré hasta que un día, en la calle, oí a un par de negros decir “Madame la Baronne” y reírse; tuve que huir, tomar el primer barco, pasé por La Habana y aprendí español, pero en La Habana me sentí mal, me dieron las fiebres, y al fin el médico que me atentió, que era colombiano, me trajo a Santa Marta, donde me dejó porque su familia le esperaba. En Santa Marta ya no fui baronesa, pero el Alcalde me hizo respetar. Hasta que su mujer me hizo saber que por más Madame que fuese, me convenía cambiar de residencia… Y aquí estoy; como tuve las fiebres, me dicen que el mejor sitio es Bogotá para vivir, y me dicen también que es un sitio donde las mujeres solas no tienen que temer…

(La luna ha ido subiendo. Se proyecta en el río, da a la selva el color espectral. Cerca al barco amarrado, se oye súbitamente el rugido del tigre, el rumor de la lucha, un grito, un boga despedazado. Disparan a la noche, todo queda en silencio, Señora Baronesa, buenas noches).

 

Bibliografía

Gómez Valderrama, Pedro. La otra raya del tigre. Bogotá, Siglo XXI Editores, 1977, pp. 11-19.