Ensaladilla de anécdotas colombianas
Origen y sentido de la anécdota
Anécdota viene de la palabra griega anékdota, que quiere decir “inéditas”, haciendo referencia a un libro del historiador Procopio, “el más grande de Bizancio”, que quedó inédito durante su vida y el cual contiene la “historia secreta” de la reina Teodora; aquella mujer que, al decir de Will Durant, “no empezó completamente como una dama, pero terminó como una reina de cuerpo entero”.
No obstante este antecedente histórico y su primitiva significación, el actual Diccionario de la Real Academia de la Lengua la define de este modo: “Anécdota, una relación, ordinariamente breve, de algún rasgo o suceso particular más o menos notable”.
Nuestro repertorio histórico, literario y humorístico es sumamente múltiple, rico y variado. Desde remotos tiempos se nos ha transmitido, en forma oral o escrita, infinidad de anécdotas en las que podemos valorar el carácter, la agudeza, el gracejo o el donaire de sus protagonistas; ellas han surgido en el acontecer de sucesos de trascendencia e importancia o han brotado al calor de diálogos fugaces. Sus matices pueden ser tantos cuantas sean las circunstancias en que tienen ocurrencia. Las encontramos con rasgos que encarnan sublimidad de ánimo o también se nos presentan con expresiones de simple pasatiempo o frivolidad. Contamos, pues, con anécdotas que van desde aquellas que revisten verdaderos coloridos de nobleza, de coraje, de talento o de ingenio, hasta aquellas que pudiéramos llamar de carácter vulgar o escatológico. En fin, como alguien lo anotara, existen anécdotas que pueden ser verdades y verdades que pueden ser anécdotas.
Aún más. Mediante el relato del episodio anecdótico nos es dado estimar la personalidad de un hombre determinado, la idiosincrasia de un pueblo, el alma de una región y las costumbres de una comunidad. Como que la anécdota es una especie de radiografía que nos da a conocer el gracejo de ciertas ocurrencias que afloran en determinados momentos históricos, políticos y geográficos, o en el cotidiano discurrir de la sociedad.
Se ha dicho, de igual modo, que “el pueblo conoce más a los personajes por sus anécdotas que por el estudio consciente de sus obras”. Igualmente, creemos que para gozar y recrearse con el ayer lejano o con la época que uno vive, nada mejor que hacerlo al calor y al sabor picante de las manifestaciones festivas. La anécdota, sin la menor duda, es la manifestación por excelencia del ingenio, que perdura a lo largo de todos los tiempos.
Así lo demostramos plenamente con la publicación de nuestro libro Anécdotas de la Historia Colombiana (Bogotá, 2000); todo un acopio en su diversidad de matices o manifestaciones: históricas, académicas, literarias, humorísticas, políticas, parlamentarias, forenses, castrenses y de la clerecía.
Y así lo reafirmamos, una vez más, con las anécdotas que aquí se refieren y transcriben, con la advertencia de que con excepción de la relacionada con los últimos momentos del Libertador, y una relacionada con el vicepresidente Marroquín, las restantes no fueron recogidas en el libro ya mencionado.
Antes de iniciar este recorrido, conviene traer a la memoria una curiosidad bibliográfica del siglo XIX y de la cual nos da cuenta el acucioso bibliófilo Raúl Jiménez Arango, en uno de los comentarios o reseñas que, con el titulo Escaparate del Bibliófilo, aparecieron en Lecturas Dominicales de El Tiempo , de Bogotá, durante el espacio comprendido entre el 8 de marzo de 1964 y el 30 de marzo de 1969. De verdad, un escaparate repleto de libros raros y curiosos, y no pocos tesoros bibliográficos desconocidos u olvidados, que nos deparan sorpresas realmente indescriptibles.
La anunciada curiosidad bibliográfica corresponde al libro que lleva por título Mil anécdotas, publicado en la imprenta de “ La Luz ” de Bogotá, en 1883, de autor anónimo; y de cuyo contenido nos da cuenta la reseña de Jiménez Arango que aparece en estas páginas.
En este punto, es preciso manifestar que muchas de las publicaciones periódicas, tanto del siglo XIX como del siglo XX, dedicaron suficientes espacios a la divulgación de una serie de anécdotas de diferente índole; en particular, los periódicos y revistas de humor: Fantoches, Sal Y Pimienta, La Semana Cómica y El Cachaco , para no mencionar sino unos contados títulos. Julio Vives Guerra, seudónimo de José Velásquez Ortiz, y Fray Lejón, seudónimo de Federico Rivas Aldana, entre otros, dedicaron columnas especiales a este menester, en El Tiempo de Bogotá.
Y si de libros se trata, su número es considerable. Algunos lo hacen de manera exclusiva, como lo apreciamos en la reproducción facsimil de las portadas que aquí aparecen; y otros, que esconden verdaderos emporios anecdóticos. En las biografías, memorias y crónicas, no escapan, desde luego, las huellas de esta expresión del ingenio. A este respecto, nos limitamos a citar unas contadas obras: Croniquillas de mi ciudad de Luis María Mora; La risa en Bogotá de José Vicente Castillo; La Gruta Simbólica de José Vicente Ortega Ricaurte y Jetón Ferro; Sombras chinescas y Ají Pique: Epístolas y estampas del Ingenioso Hidalgo don Antonio José Restrepo; Figuras políticas de Colombia de Klim (Lucas Caballero Calderón) y Valencia (Biografía) de Manuel Serrano Blanco .
Los tres grandísimos majaderos de la humanidad
De tantas y tantas anécdotas originadas en el atractivo y atrayente telar de la vida del Libertador Simón Bolívar, nada mejor ni más oportuno que recordar aquella que vierten sus labios moribundos y que nos conmueve el alma. El célebre cronista don Ricardo Palma, en sus famosas Tradiciones Peruanas la refiere de este modo:
En el espacioso corredor de la casa, y sentado en un sillón de vaqueta, veíase a un hombre demacrado, a quien una tos cavernosa y tenaz convulsionaba de hora en hora. El médico, un sabio europeo, le propinaba una poción calmante, y dos viejos militares, que silenciosos y tristes paseaban en el salón, acudían solícitos al corredor.
Más que de un enfermo se trataba ya de un moribundo; pero de un moribundo de inmortal renombre.
Pasado un fuerte acceso, el enfermo se sumergió en profunda meditación, y al cabo de algunos minutos dijo con voz muy débil:
-¿Sabe usted, doctor, lo que me atormenta al sentirme ya próximo a la tumba?
- No, mi general.
- La idea de que tal vez he edificado sobre arena movediza y arado en el mar.
Y un suspiro brotó de lo más íntimo de su alma y volvió a hundirse en su meditación.
Transcurrido gran rato, una sonrisa tristísima se dibujó en su rostro y dijo pausadamente.
- ¿No sospecha usted, doctor, quiénes han sido los tres más insignes majaderos del mundo?
- Ciertamente que no, mi general.
- Acérquese usted, doctor..., se lo diré al oído... Los tres grandísimos majaderos hemos sido Jesucristo, don Quijote y... yo.
El escondite de Santander
El escritor Luis Eduardo Nieto Caballero –Lenc- se caracterizó por su prolífica labor periodística. De sus interesantes comentarios bibliográficos contamos con tres volúmenes titulados Libros Colombianos. En el primero de éstos, cuando se detiene en el tomo XVIII del Archivo Santander , nos sorprende con dos anécdotas que califica de encantadoras; y son del siguiente tenor:
Nos refería don Alfredo Ramos Urdaneta, que es tradición desgraciadamente verbal, en su familia, que antes de ser llevado a prisión de la Biblioteca , el general Santander estuvo escondido en casa de su juzgador, o sea del propio general Rafael Urdaneta. Un reputado médico –posiblemente el doctor José Félix Merizalde- que había ido a visitar al último alcanzó a ver por debajo de una cortina las botas altas de un sujeto que se paseaba en la pieza contigua. Al quedarse observando, dejó notar en los ojos el asombro, como si lo reconociera, y entonces el futuro dictador, adivinando la causa, en voz baja le dijo: “Con usted no debe haber secretos”. Y descorrió la cortina: era, en efecto, el general Santander, quien rindiendo un homenaje que lo honra extraordinariamente a la hidalguía del amigo transformado en juzgador, había solicitado asilo de ese gran caballero que fue en lo íntimo el general Urdaneta.
Y nos refería el doctor Laureano García Ortiz, quien tiene una serie de apuntamientos interesantísimos acerca de José Delfín Caballero, criado que fue del general Santander, y a quien aquél conoció nonagenario, una anécdota preciosa que así reconstruimos:
“La noche en que se celebraba un baile de máscaras en el Coliseo, el general Santander, quien hacía días guardaba cama por causa de un resfriado, resolvió levantarse. Yo le llamé la atención hacia el peligro que corría, pero no me hizo caso. Envuelto en su capa y embozado se fue al lugar de la fiesta. Yo lo acompañaba. En la puerta le preguntó don Ventura Ahumada quién era él. El general se bajó el embozo y penetró en seguida, porque don Ventura, al reconocerlo, le dijo: “Siga, su excelencia”. Un rato después se oyó un bochinche, y a poco salió el general con un compañero que traía escondido debajo de la capa. Era el Libertador. En esos días el Libertador y el general Santander no se trataban, por los cuentos que le habían llevado al primero contra el último. Pero, según supe después, había corrido el rumor de que se pensaba asesinar al general Bolívar en la fiesta del Coliseo, y por eso me expliqué la determinación del general Santander de concurrir a ella, a pesar de hallarse enfermo. Fue a salvarle la vida”. Entre otros mil detalles primorosos, el anciano Caballero, cuyos ojos pequeños tenían una vivacidad sorprendente le decía al doctor García Ortiz que el general Santander era de gran estatura. “En cualquier corrillo que estuviera sobresalía su cabeza. De su altura no recuerdo sino al doctor José Manuel Restrepo, pero éste era seco, sumamente flaco, y el general Santander era robusto. El Libertador le daba apenas un poco abajo del hombro. Por eso en la ocasión a que me he referido pudo salir escondido debajo de su capa”.
Tentativa de asesinato al precursor don Antonio Nariño
Don José María Vergara y Vergara, en su famosa obra Historia de la literatura en Nueva Granada desde la Conquista hasta la Independencia , nos refiere esta anécdota que tuvo lugar a raíz de la derrota de las tropas federales acaudilladas por Antonio Baraya, en el combate del 9 de enero de 1813, y la cual nos permite admirar y valorar la recia personalidad del precursor don Antonio Nariño y la magnanimidad de su carácter:
Un enemigo suyo, el señor Niño, gobernador de Tunja, publicó un panfleto atroz contra Nariño: éste lo reimprimió en la Gaceta de Cundinamarca , sin explicación ninguna, dejando al cuidado de los lectores, que aceptaran o no los violentos cargos que le hacía el escritor. Organizóse una conspiración para matarlo: uno de los conspirados, caballero de nacimiento, debía pedirle una audiencia a solas, y en ella darle muerte. Lo supo Nariño, con todos sus pormenores y guardó absoluto secreto a todos sus parciales. Llegó la hora: presentóse el conspirador y pidió una audiencia secreta al presidente. Concediósela al punto éste, y pasaron al salón los dos solos. Apenas estuvieron en él, Nariño, impasible y lleno de amabilidad, púsose a cerrar por dentro todas las puertas y a entregarle las llaves a su pérfido acompañante.
- ¿Qué hace su excelencia? díjole éste asombrado.
- Favorecer la fuga del que me va a matar, contestó el presidente: no quiero que usted vaya a sufrir por mi causa. Y dicho esto, se sentó tranquilamente. El asesino puso en sus manos las llaves y el puñal que llevaba oculto, y le dijo inclinándose: creía que venía a matar a un tirano; pero nunca ofenderé a un ángel que lo penetra todo y lo perdona todo.
- Siéntese usted a mi lado y hablaremos sobre estas cosas de la patria, replicó Nariño.
Qué altivez y qué grandeza las de este creador de nuestra nacionalidad, institucionalidad y traductor de los Derechos del hombre y del Ciudadano.
El puñal que no utilizó un conspirador
A propósito de la conspiración septembrina, venga esta anécdota que nos refiere el doctor Eduardo Rodríguez Piñeres, jurisconsulto e historiador de grandes virtudes, en su obra Hechos y comentarios Nova et Vetera (Bogota, 1656).
Cuenta dicho historiador que, en cierta ocasión, cuando departía en la esquina del Palacio de San Carlos con unos compañeros que estudiaban en el Colegio de San Bartolomé, se les acercó “un viejecito regordete y rubicundo” don Juan Miguel Acevedo, hijo del tribuno del pueblo, quien mostrándoles con el índice de la mano derecha el balcón por el cual se escapó el Libertador, “en actitud iracunda, como si el hecho se hubiera realizado la víspera”, les dijo: “por allí se nos escapo”.
Preguntado Acevedo por uno de nosotros cómo habían sucedido los hechos, nos los refirió con calor, y nos dijo que los conspiradores habían salido de la casa de Vargas Tejada, sita en la esquina que hoy forman la carrera 7a y la calle 4a, al Sur de Santa Bárbara; que don Mariano (Ospina Rodríguez) había llegado cuando ya bajaban los otros la escalera, y que, con candor de adolescente, sacando un cuchillo de tamaño que nos indicó Acevedo poniendo su mano izquierda sobre la coyuntura del antebrazo derecho, preguntó a los que bajaban: ¿cómo se mete esto, de abajo para arriba o de arriba para abajo?
Cierto o no esto, allá Acevedo. Pero que lo dijo, lo dijo.
Conviene anotar que, en la fecha de tan infausto acontecimiento, Ospina Rodríguez todavía no había llegado a los 23 de su edad.
Y del referido conspirador, hemos leído que, el doctor Rodríguez Piñeres, en una de las sesiones de la Academia Colombiana de Historia, refirió a sus colegas que en tiempos del presidente Ospina Rodríguez “había un famoso general de nombre Heliodoro Ruiz, más ágil en la pluma que en la espada. Lo que podría llamarse un general de administración, y que eran tantos los documentos que firmaba que no les ponía sino las iniciales: HR. Y que cuando las veía el presidente decía: todo esto ya es haches y erres”.
Rojas Garrido pone los pies en polvorosa
Otra anécdota no menos curiosa y de singular colorido que también tiene que ver con Mosquera y don Julio Arboleda, es la que entrelaza a un distinguido exponente del Olimpo Radical, el doctor José María Rojas Garrido, quien además de un versado jurisconsulto y extraordinario orador, fue un fervoroso cultivador de las bellas letras.
La rememorada anécdota, brota de la pluma del historiador Gustavo Arboleda en las páginas de su obra Evocaciones de antaño – Mis memorias (Cali, 1926); que hoy constituye una verdadera rareza y curiosidad bibliográfica. En una palabra, todo un acopio de viejas anécdotas lugareñas, que nos deparan gratos momentos de esparcimiento:
Cuando llegó el ejército de Mosquera a Popayán, en agosto del 62, en combinación con el del general Santos Gutiérrez, que salió por el Quindío, el supremo director de la guerra hizo que a título de comparto las familias conservadoras alojasen en sus casas a los principales jefes del ejército y a los miembros del gobierno que lo acompañaban. A uno de los secretarios o ministros, el doctor José Maria Rojas Garrido, le tocó en suerte la casa de doña Matilde Pombo.
Es de advertir que en una pequeña imprenta que Mosquera había sacado de Bogotá y que llevaba con el ejército, se publicaba un boletín denominado El Centinela en campaña . Allí aparecían artículos en prosa y en verso del doctor Rojas Garrido. En uno de los primeros números salieron unos versos violentos contra Arboleda, que empezaban así:
Naciste, Julio, en medio de las fieras y una serpiente te silbó en la cuna; de arrullo maternal canción ninguna escuchaste en tu infancia al dormitar. Esa fue tu niñez, entre los bosques extraño a todo sentimiento bueno, de tus venas la sangre es el veneno que la víbora vil te inoculó.
El doctor Rojas ignoraba con quién tendría que habérselas. Se presentó en la mansión que se le había señalado, fue amablemente acogido por la servidumbre y se le dijo que en breve iría la señora de la casa a darle la bienvenida y a ponerse a sus órdenes. Cuando el recién llegado estaba ya en facha admisible, se presentó doña Matilde, haciendo por sí misma la presentación: “Yo soy Matilde Pombo, la madre de Julio Arboleda, a quien usted conoce.....” Las últimas palabras no tuvieron auditorio, porque el doctor Rojas, corrido y avergonzado, puso pies en polvorosa con toda la rapidez que le permitieron las piernas, y fué a buscar alojamiento en cualquier sitio, antes que soportar la presencia de la dama a quien, sin conocer, y llevado sólo de los odios de la lucha armada, había herido en lo más hondo...
Curioso conflicto entre masones
A las numerosas y variopintas anécdotas referidas en torno a general Tomás Cipriano de Mosquera, conviene agregar la que nos cuenta el erudito historiador Eduardo Lemaitre en las páginas de su obra Historias detrás de la historia de Colombia Tomo I (Bogotá, 1994). Anécdota que surge entre el presidente del estado de Bolívar y Gran Comendador del Supremo Consejo Neogranadino, el general Juan José Nieto, quien dominaba todo el territorio de la Costa Atlántica , y el nombrado y renombrado Gran General Tomas Cipriano de Mosquera. Es de este tinte y sabor:
Los dos caudillos, el caucano y el costeño, se odiaban, en el fondo, cordialmente; y aquella unión era, como ahora se dice, puramente coyuntural. De modo que ya durante el mismo desarrollo de la guerra recomenzaron las divergencias entre ambos. Mosquera, claro está, llevaba las de ganar en las disputas que surgieron; pero, en cambio, Nieto lo tenía bajo su mando en el campo de la masonería, que había sido el alma de la triunfante revolución, y esto desazonaba y era insufrible para el soberbio payanés. ¿Qué hacer?
Entonces fue cuando, para soltarse del cabezal con que Nieto lo tenía agarrado, se le ocurrió fundar un “Nuevo Oriente”; y, en 1862, hallándose en Ambalema, creó por su cuenta una nueva orden masónica, llamada “Orden Redentora y Gloriosa de Colombia”, que tendría, entre otras, autoridad para otorgar el grado 33 a los “Varones Eminentes Apóstoles de Colombia”. El grado 21 a los “Sabios Amigos de la República ” y, finalmente, el grado 34 que estaba reservado para los “Acrisolados Amigos de Colombia”. Y de una vez se lo fue otorgando a sí mismo.
Como es natural, este cisma conmovió las columnas del masónico templo, y puso en guardia al Soberano Gran Comendador de Cartagena, Juan José Nieto, quien no sólo protestó en seguida por la gravedad de aquel movimiento separatista, que pretendía otorgar un grado superior al grado 33, símbolo de la edad de Cristo, sino que prohibió que ningún otro hermano ingresara al herético Oriente, y rechazó con indignación el grado 34 de Mosquera, hábilmente, se hizo conocedor.
Este conflicto entre hermanos masones, que por aquellos tiempos fue la comidilla del día, despertó ecos que aún resuenan en nuestro tiempo, y no concluyó sino con la caída de Mosquera en 1867.
La muerte premonitoria de arboleda
Aunque hay anécdotas que con el transcurso del tiempo padecen modificaciones, alteraciones o deformaciones; así mismo, existen autores que, al referir o recordar un anécdota, si bien mantienen su sentido de fondo, cambian las modalidades del relato; las circunstancias de los hechos o los nombres de las personas que han intervenido. Unas se describen de manera sintética y otras en forma detallada. Tal ocurre con la anécdota premonitoria de la muerte de don Julio Arboleda, llamado el poeta-soldado, asesinado en la montaña de Berruecos, cerca al lugar donde cayó el Mariscal Sucre.
De esta manera, difiere la referida por don Miguel Antonio Caro de la siguiente que incluye el historiador Gustavo Otero Muñoz, en las páginas del tomo II de su obra Semblanzas Colombianas (Bogotá, 1938), a saber:
Cuenta don Venancio Ortiz que tres años antes de la muerte de Arboleda, estando reunidos varios amigos en el alojamiento del señor doctor Bartolomé Calvo, hablaron de la manera cómo cada uno ambicionaba morir. Escipión García Herreros, joven de alma ardiente y de corazón valeroso, ansiaba extinguirse en un combate, y no se imaginaba que una fiebre lo sumiría muy pronto en el sepulcro. Manuel Pombo, siempre cristiano y dulce de carácter, dijo con su habitual gracia: “yo quiero morir a la española antigua: en mi cama, con el fraile a la cabecera y el Cristo ante los ojos”; y otro, joven también todavía, de mirada de águila, de vasto ingenio, escritor ameno, castizo y elegante, orador sublime, poeta como el Tasso y guerrero como Turena, manifestó que para él no había una muerte más bella que la del Gran Mariscal Antonio José de Sucre. “Morir así, dijo, sacrificado por la patria, en medio de la torrentosa montaña de Berruecos, es bello. El eco de los tiros que privaron a Sucre de la vida salvó las copas de los gigantescos árboles y fue a difundirse por el mundo. El héroe fue elevado a la categoría de mártir.
Una protesta de mujeres ante César Conto
De singular ocurrencia es la anécdota que tiene que ver con un clérigo de apellido Bisot, quien fue apresado por el desempeño de actuaciones de carácter político, movido por dirigentes afiliados al partido conservador, cuando a la sazón, don César Conto ejercía la presidencia del Estado Soberano del Cauca, en Popayán. Con algunas variantes, esta anécdota la han referido Juan de Dios Uribe, más conocido con el remoquete de el Indio Uribe ; Eduardo Rodríguez Piñeres, y Gustavo Arboleda.
A este último corresponde la que a continuación se transcribe:
Circuló entre los liberales la especie de que el bello sexo, sin distingos sociales, pero de filiación conservadora, naturalmente, acudiría a exigir al presidente la libertad del señor Bisot. Hasta se aseguró que entre las manifestantes irían sujetos especialmente enviados para asesinar a Conto, aprovechándose del tumulto.
Muchos copartidarios exigieron al jefe del Estado que pusiera guardias en su casa; él se opuso y hasta pidió que lo dejaran solo. Trabajó empeñosamente en los asuntos oficiales hasta las tres. Un amigo que llegó a las cuatro lo encontró estudiando griego. “Siéntate y espérame mientras termino esta traducción”, le dijo. A los pocos instantes se oyó un vago ruido, que fue aumentando y pudieron escucharse llantos, gritos y protestas. Era el mitin de las damas que iban a implorar por el presbítero apresado. las manifestaciones ocuparon toda la casa y penetraron hasta la habitación donde estudiaba el presidente. El, sin perder su sangre fría, se colocó sobre la mesa en que trabajaba y con gran calma gritó: “Señoras, que la más vieja y la más fea de esta reunión me explique lo que quieren”. El silencio fue completo. Repitió la petición, política o impolítica, según se la mire. Hubo el frufru de faldas: las peticionarias abandonaban el despacho de don César.
Conto, con aire sonriente, se dirigió a su amigo: “Esta clase de proyectiles, expresó, no la resisten las mujeres”.
En cuanto al padre Bisot, fue confinado al Valle del Cauca.
Marroquín: ingenioso, burlador y escéptico
Otro exponente de nuestra historia de quien se han tejido algunas anécdotas no exentas de una recargada dosis de causticidad, es don José Manuel Marroquín, un hidalgo bogotano, de trato ingenioso, de finas maneras y escritor costumbrista, que llegó al poder en su ancianidad y en momentos cruciales en la vida de nuestro país: la separación de Panamá. Nada menos.
A propósito, Raúl Jiménez Arango, en una de sus famosas y ya mencionadas reseñas en el Escaparate del Bibliófilo , nos cuenta que “un día solicitaron a don Miguel Antonio Caro su opinión sobre la obra El Moro de Marroquín, a lo cual contestó con su proverbial ironía: Tratándose de la historia de un caballo, Marroquín hace muy bien en hablar en primera persona”.
Y agrega el comentarista que el personaje del cuento no se quedaba atrás en materia de cinismo; y que, tan pronto como supo que Caro y sus secuaces le habían endilgado gran responsabilidad por la separación de Panamá, contestó: “¿de qué se quejan? Cuando asumí la presidencia me entregaron un país; ahora yo les devuelvo dos”.
Aquí, de sobra oportuno, para repetir: si no es cierta, está bien inventada.
Cabe recordar que, además de la obra antes nombrada, Marroquín es el autor, entre otras, de Bals Gil , Entre primos y Estudios sobre la historia romana. Fue muy célebre su poesía festiva La Perrilla , que alcanzó gran difusión y cuyos ladridos, según se dijo, “llegaban hasta España”.
A un crítico mordaz, se cuenta que le respondió con esta fulminante cuartilla.
De escribir sale escribano, escribiente y escritor. ¿Díme tú, de dónde sales
miserable escribidor ?
Como quien dice, para dejar al criticastro tendido en el campo.
Sin embargo, las anécdotas más urticantes y que más comidillas causaron, fueron las referidas por Laureano Gómez, en las páginas biográficas del general Pedro Nel Ospina. Años más tarde de esta publicación la pluma de Jaime de Narváez, en su escrito Historia de una anécdota, hizo un ponderado recuento con el fin de aclarar y verificar el origen y la verdadera realidad de los episodio anecdóticos de marras. Al igual que la verificación de las diversas versiones dadas por cuantos se ocuparon del tema y entraron “en el campo movedizo de la fantasía, que pretende desfigurar a su acomodo, a impulso de la pasión o del sectarismo”.
En gracia de brevedad, una de las anécdotas narradas por Laureano Gómez, que tuvo lugar a raíz del insuceso de Panamá, describe la visita, ya caída la tarde, de Pedro Nel Ospina al Palacio de San Carlos. Y cuando el presidente Marroquín se percató de que alguien se acercaba, salió a su encuentro, con el libro que estaba leyendo, y al reconocerlo exclamó:
- “Oh, Pedro Nel, no hay mal que por bien no venga, se nos ha separado Panamá, pero tengo el gusto de volverlo a ver en esta casa”.
Y agrega el narrador:
“El general Ospina sintió curiosidad de saber qué libro embargaba la atención del Presidente de Colombia en aquella hora de angustia mortal. Se fijó en el rotulo del lomo. Era una novela de Bourget”.
Votación por la existencia de la divinidad
El celebre escritor y gran humanista Luis María Mora, en su amena obra, Croniquillas de mi ciudad (Bogotá, 1936) nos refiere una graciosa anécdota que nos remonta a la época de los duros enfrentamientos ideológicos que ocurrían entre los catedráticos y estudiantes del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, institución en donde se impartía la doctrina tomista, y el Colegio de San Bartolomé, en donde se inculcaban las enseñanzas de Bentham y Tracy. Deleitémonos con tamaño episodio:
Todo era bella novedad para los alumnos católicos y ridículo espectáculo para lo que no lo eran. La clase de religión era objeto de las más irreverentes burlas. Dictábase en la capilla del Colegio. Un día asistían los internos y al otro los externos. Muchos estudiantes ni siquiera compraron el texto, un bello libro del Obispo Juan Buenaventura Ortiz. La cátedra sólo servía para provocar la ironía y la risa de muchísimos muchachos, imbuídos en el festivo filosofismo, heredado de los tiempos anteriores, en los cuales este dístico era casi un postulado de psicología:
El cerebro secreta el pensamiento como la caña miel.
- ¿Es cierto, le dije una vez a don Clímaco Calderón, que San Bartolomé era en su tiempo una fábrica de ateos? ¿Usted sí cree en Dios?
- ¡Cómo (me contestó con profunda admiración), si a mí se me debe la existencia de Dios! Y viendo mi estupenda sorpresa, continuó: en la Sociedad de los Adelfos , fundada en San Bartolomé por aquel entonces, sometimos una vez a votación la existencia de la Divinidad. Ya la votación iba empatada, cuando mi voto aseguró la existencia del Ser Supremo.
El exámen de la clase de religión se convirtió, no en una tragedia, sino en un graciosísimo sainete. El consejo de examinadores estaba formado por tres señores que no nos infundían demasiado temor: don José Manuel Marroquín, burlador y escéptico; el doctor Eduardo Maldonado Calvo, después Obispo de Tunja, hecho a todo gracejo bogotano, y el doctor Eusebio Díaz, alma benévola como ninguna.
Qué tiempos aquellos, en los que, las más delicadas controversias, se matizaban con las más finas manifestaciones de humor.
Perfiles anecdóticos de Carrasquilla
De este recuento, en manera alguna debe estar ausente la portentosa figura del maestro Tomas Carrasquilla, novelista fecundo, castizo y de encumbrados méritos; mayormente, ahora cuando conmemoramos el sesquicentenario de su nacimiento.
No son pocas las anécdotas que matizan el apacible discurrir de su vida, al lado de sus allegados, de sus gentes y sus amigos, que tanto lo rodearon y admiraron; particularmente en las tertulias que disfrutaba a sus anchas en el café La Bastilla , escenario propicio de la bohemia del viejo Medellín.
En este aspecto, resultan de especial memoria las páginas de su amigo y contertulio Ernesto González: Anecdotario de don Tomas Carrasquilla (Medellín, 1952); y Dos novelistas y un pueblo (Carrasquilla y Francisco de Paula Rendón) de Magda Moreno, quien tuvo la fortuna de conocer y conversar con el maestro Carrasquilla, en el atardecer de sus días.
Disfrutemos, apenas, de unas contadas muestras que nos acercan al personaje de marras y nos dan la idea del fino talento y del buen humor que caracterizaron al raizal narrador de cuentos y novelas costumbristas. Y quien, además, como alguien lo apunta con acierto “se dio el lujo de reírse de todo y de todos, hasta de sí mismo”.
Se refiere que cuando Carrasquilla leyó Mi Simón Bolívar de su coterráneo Fernando González, le hizo este comentario:
- Yo no sé que querrá decir Fernando con eso de que Bolívar es un personaje cósmico... Que yo sepa sólo nos emancipó a los mortales de cinco pueblos americanos, porque a los de otros planetas no les tocó nada...
Y de otra almendra son las siguientes:
Una distinguida señora de Medellín bastante locuaz, vibrante y despejada, quiso protagonizar la heroína Mabel del drama Si hablaran los perros de Emilio Franco. Carrasquilla comentaba el hecho en estos términos mordientes:
- Esa señora lo debe hacer muy bien en las tablas porque toda la vida ha vivido en escena...
Su amigo el padre Roberto Jaramillo Arango, poeta y académico de renombre, refiere que le escuchó a don Marco Fidel Suárez este diálogo cortante, que había tenido con Carrasquilla, cuando el autor de los Sueños de Luciano Pulgar ya había escrito la totalidad de sus obras.
Suárez le pregunta:
• Y usted Tomás, ¿todavía está haciendo cuadritos de costumbres?
Carrasquilla , le contesta:
- Sí Marco; sigo escribiendo las mismas pendejadas...
De su permanencia en Bogotá, la mencionada Magda Moreno, acerca del maestro Valencia nos cuenta esta ocurrencia:
Habiendo sido invitados a una fiesta en cierta casa campestre de la sabana, Carrasquilla y algunos amigos suyos hubieron de continuar la farra en un estanquillo del camino donde los sorprendiera un aguacero de “amo y señor”. En un taburete de vaqueta recostado a la pared del corredor, un mozalbete un poco escuálido tiritaba bajo su ruana pastusa. La inveterada costumbre que tenía el Maestro de escudriñarle el alma a los cristianos motivó un interrogatorio: el desconocido era de Popayán, se dirigía a Bogotá –donde cursaba sus estudios- y, como los de la jarana, habíase visto obligado a guarecerse en la venta a causa del agua. Andando la conversación declaró que era poeta y que acababa de componer un largo poema el cual quería someter en la capital al juicio de un entendido. A instancias de Carraquilla –y porque no hubiera sito tal sino lo hace- recitó algunas estrofas de “Cigüeñas Blancas”. Maravillado el oyente le planteó este dilema:
- Usted, joven, ¿es un farsante o es un genio?
Cuando don Tomás fijó su concepto sobre la autenticidad del genio tornó al interior y profetizó así ante sus amigos:
- Aquí, en el corredor está un muchacho que va a hacer época en la poesía americana.
Del mismo poeta Guillermo Valencia, dicha escritora nos hace participes de este episodio:
Refractario a todo cuanto trascendiese estiramiento, Carrasquilla gustaba de platicar campechanamente aún con los más encumbrados personajes. Cuando lo visitó por última vez el autor de “Cigüeñas Blancas”, el payanés se presentó casi académicamente, haciendo gala de un completo conocimiento de los toques protocolarios, pero el visitado le cortó el hilo con esta antioqueñísima frase, que sus sobrinas y la autora de este relato escuchamos detrás de una cortina, pues prohibió perentoriamente que se presenciase aquella entrevista.
- Dejáte de circunloquios...; sentáte aí y contá qué es lo que has hecho en todo este tiempo.
Lo curioso fue que el primer bardo de América se tornó tan campechano como él.
Preguntado después Carrasquilla acerca del resultado de la visita exclamó:
- Me fue muy bien. Aquello era el incensario yente y viniente; pero venía más que iba.
Acerca de estas ocurrencias, de las que emerge de cuerpo entero el talentoso y bonachón antioqueño, Magda Moreno puntualiza:
Sus conceptos eran dogmáticos y fulminantes, pues no se enredó en circunloquios para alabar, reducir o desconocer los méritos literarios de panegiristas o detractores.
Palabras finales
Aunque el manantial anecdótico de nuestra historia es inagotable, aquí ponemos término a nuestro cometido, con la satisfacción y el convencimiento de que las anécdotas, reales o imaginarias, que todo es posible en el discurrir humano, ellas habrán de durar y perdurar mientras nos sea dado hacer gala del ingenio y ponerle un poco de sal a los continuos sinsabores de la vida.
Creemos, además, que ellas contienen un valor y un poder mágico que cautivan el ánimo; humanizan el sentido de la historia; hacen agradable y atractiva su lectura; acrecientan los conocimientos, y, lo que es más, nos deparan indecibles momentos de gozo y entretenimiento.