VENÉREAS, AMOR Y VERGÜENZA
En el siglo XVI el poeta español Cristóbal de Castillejo, secretario del hermano de Carlos V, llamó la atención sobre los padecimientos ocasionados por la sífilis y sobre los beneficios del tratamiento con el guayaco o palo santo de indias, un producto natural que parecía proveer una cura menos cruenta que la que se lograba con el mercurio.
O guayaco:
Enemigo del dios Baco, y de Venus y Cupido,
Tu esperanza me ha traído
A estar contento de flaco.
Mira que estoy encerrado, en una estufa metido,
De amores arrepentido, de los tuyos confiado1.
El valioso testimonio de Castillejo no solo ofrece una imagen de los esfuerzos desplegados por la sociedad española para enfrentar la polémica “enfermedad de las indias”, sino que permite acercarse al vínculo especial que se ha tejido a lo largo de la historia moderna entre el amor y las enfermedades venéreas. El arte y la literatura de los siglos XVI, XVII y XVIII tomaron nota ocasionalmente de esa relación, mientras la ciencia médica con sus limitaciones registró los problemas morales y físicos que giraban en torno a ella.
Un aporte importante al conocimiento sobre la sífilis en particular, fue hecho por el médico y poeta Girolamo Fracastoro en el siglo XVI. Durante los siglos siguientes sus ideas se enfrentaron a la crítica y la aceptación de médicos y religiosos, pero solo hasta la tercera década del siglo XIX pareció emerger una comprensión más avanzada sobre la historia natural de la enfermedad. En 1837 el médico francés Phillipe Ricord logró diferenciar la sífilis de la gonorrea y propuso sus tres estadios, mientras que Rudolf Virchow la consideró como una enfermedad constitucional y logró demostrar su transferencia, a través de la sangre, a diversos órganos y lugares del cuerpo. Al finalizar el siglo XIX diversos trabajos habían logrado establecer además una asociación entre padecimientos de orden neurológico y la sífilis en su tercer estadio2.
Pero al tiempo que se producía esta transformación en el conocimiento médico emergían diversas representaciones a través de las cuales la sífilis, y las enfermedades venéreas en general, se vinculaban con el amor. En la más famosa de las tres rimas del Libro de los gorriones, omitida por los primeros editores, Gustavo Adolfo Bécquer escribía:
“Una mujer me ha envenenado el alma, /otra mujer me ha envenenado el cuerpo…”, haciendo alusión directa al contagio de enfermedades venéreas como producto de amores furtivos. Si Bécquer murió o no de sífilis es un asunto que compete a sus biógrafos, lo interesante acá es constatar en esta breve referencia la presencia de una relación tensa entre el amor y la enfermedad que emerge en su obra, imbuida por un romanticismo poético, intimista, con el cual el autor de Sevilla impugnó las formas románticas anteriores.
En las Rimas de Bécquer, al inicio del siglo XIX, así como en la correspondencia entre James Joyce con Budgen, con la cual se cierra la centuria, parece confirmarse la conciencia que los hombres del siglo XIX tenían sobre este vínculo que inspiraba la literatura y el arte. En dicha conciencia se presiente un asunto interesante. El amor, expresado específicamente a través de la actividad sexual extramatrimonial, al ser condenado por la religión, encontraba su castigo en la vergüenza de la enfermedad venérea, en los padecimientos del cuerpo que suponían llagas visibles, dolores insoportables y procesos de degeneración neurológica, los cuales conducían a los enfermos a la demencia, al delirio y finalmente a la muerte. Las relaciones sexuales extramatrimoniales, denominadas como coito impuro, así como el carácter de enfermedad merecida y el rechazo de la iglesia a la curación de los enfermos, pues se consideraba su mal un castigo necesario y justo, reforzaban la sanción moral poniendo en el centro de la relación venéreas / amor el problema de la vergüenza.
Inquieta comprender de dónde provenía, en el siglo XIX, ese sentimiento de vergüenza, si se originaba en las marcas corporales de la enfermedad, no siempre evidentes a los ojos de los demás, o bien en un lugar más profundo de la vida social: en aquellas marcas morales dadas por prácticas y comportamientos sexuales extramatrimoniales, muy comunes por lo visto en esos tiempos, pero recriminados con fervor por una iglesia sobre la que aún reposaban las funciones de cohesión moral y material de una sociedad en plena ruptura con el orden del antiguo régimen.
No es casual que el vínculo entre venéreas y amores, signado por la vergüenza, siguiera presente en el siglo XX en Europa y América pese a que desde finales del XIX el médico francés Alfred Fournier había mostrado, con datos estadísticos, asuntos como el papel de la sífilis congénita, es decir, la transmisión de la enfermedad de los padres a los hijos; argumento científico con el cual podrían haberse combatido parcialmente las ideas difundidas por la religión, que señalaban incisivamente el acto sexual como origen del pecado, y a la enfermedad como consecuencia. Sin embargo, el clima moral de esos tiempos, no admitía una situación diferente. De modo que a principios del XX aún predominaba el señalamiento al amor impuro y su castigo: las venéreas. La vergüenza seguía siendo el material de ese vínculo. Se podría decir que ella constituía el nervio que ataba sentimientos de amor, prácticas sexuales vinculadas a ellos y dolenciasvividas en el cuerpo, en el marco de una sociedad organizada aún bajo los soportes del pasado.
El siglo XIX colombiano comparte este tipo de representaciones. Provenientes tanto del campo médico como del predominio del catolicismo en la sociedad, las ideas sobre las enfermedades venéreas como problemas morales bordeaban la prensa de la época, los sermones religiosos y las opiniones de amplios sectores sociales. Al revisar la obra de los médicos, las memorias de viajeros provenientes de Europa o Estados Unidos o los discursos de las elites políticas del nuevo Estado nacional, emerge una primera asociación entre sífilis y prostitución. Allí el problema del amor, desplazado al ámbito de la actividad sexual, se enfrenta mundanamente al oprobio, a las medidas de higiene, a las restricciones y a la sanción, entre moral y científica, ejercida desde el propio conocimiento médico.
Entre 1810 y 1820 la sífilis y otras enfermedades venéreas se propagaron ampliamente en lo que constituía el territorio de la actual Colombia, como consecuencia de la presencia de diversos cuerpos del ejército. Los soldados de Morillo, provenientes de Europa en el marco de la reconquista española, habrían sido importantes diseminadores de la enfermedad. En las décadas siguientes, mientras avanzaba el proceso de independencia y la ardua tarea de construcción de un nuevo orden, la sífilis, pese a ser confundida aún con la lepra, continuó extendiéndose entre los ciudadanos y con ella la marca que la signaba.
El reto que planteaba esta enfermedad a la sociedad no era menor. Para 1848 la prensa y las notas clínicas de algunos médicos, recrean varios casos de pacientes aquejados por manifestaciones de lo que se conocía en la época como sífilis constitucional. La muerte de Miguel Mora durante una cirugía, practicada por el médico Antonio Vargas Reyes, para extraerle un pólipo proveniente de una sífilis de 14 años de evolución, así como el caso de Rosalía Peña quien ingresó al hospital por unos dedos ulcerados, ocasionados por la misma enfermedad, o la información recogida sobre Victoria Gómez de 22 años de edad y quien se dedicaba a curar úlceras venéreas, son apenas algunos ejemplos de la alta prevalencia de este tipo de dolencias3.
En un diálogo con Isaac Holton, viajero de origen norteamericano que visitó la Nueva Granada a mediados del siglo XIX, el reconocido médico colombiano José Félix Merizalde ilustró la magnitud del problema. En el libro La Nueva Granada, veinte meses en los Andes, Holton escribe: “El doctor Merizalde me aseguró que si se desocupara el hospital y se lo dedicara únicamente a atender enfermos de sífilis, volvería a llenarse en un día”4.
Pero lo interesante es que en estas líneas el doctor Merizalde deja entrever su posición sobre los vicios morales que acompañaban a las enfermedades venéreas apoyándose en un discurso sobre la caridad. Merizalde, a cargo de varias salas del Hospital San Juan de Dios al finalizar la década de 1840, habría hecho una solicitud de autorización a la Gobernación de Bogotá para rechazar el ingreso de personas que hubiesen contraído enfermedades venéreas por “mala vida”, como los alcoholizados y las prostitutas, argumentando que las rentas del hospital, escasas desde siempre, debían concentrarse en la atención de los pobres y no en el fomento del vicio. Esta es la razón por la cual durante un tiempo limitado no se recibieron sifilíticos en el Hospital San Juan de Dios, pues ellos consumían buena parte de los cuidados y los recursos de la institución hospitalaria.
La posición de Merizalde frente a este tema quedó plasmada también en su solicitud para que se escribiera en la puerta de la sala destinada a las enfermedades venéreas, que él dirigía, la famosa frase tomada del antiguo Hospital de la Salpetrière en París: “si no le temes a Dios, témele a la sífilis”. El contenido moral es claro y confirma el influjo que la religión tenía sobre la profesión médica, considerada entonces y hasta bien entrado el siglo XX como un apostolado. Tal como ocurrió con los debates sostenidos por varios galenos sobre la necesidad de sancionar como ley un código de moral médica, propuesto en el cambio de siglo XIX/XX, el mantenimiento de la idea de la medicina como apostolado antes de expresar una contradicción entre los atributos morales de la profesión y el carácter científico que ella iba adquiriendo, resalta las encrucijadas de la medicina y su profundo arraigo en la disposición moral, emocional y cognitiva de esa época.
El caso de Tomás Cipriano de Mosquera
Además de los testimonios de Merizalde, es posible percibir la relación entre enfermedad venérea y amor que quedó registrada en el caso de algunos representantes de la política colombiana del siglo XIX. Tras sus amoríos de juventud, documentados excepcionalmente por autores como Alfonso Valencia Llano, Tomás Cipriano de Mosquera contrajo matrimonio en 1820 con su prima Mariana Arboleda Arroyo, con quien compartía un estatus social y económico similar.
Aunque la distancia ocasionada por las obligaciones militares que adquirió Mosquera en los años siguientes agudizó notablemente las dificultades en la relación, fue una enfermedad venérea que este había adquirido con seguridad en sus viajes a Europa o bien en su paso por Jamaica antes del matrimonio, así como la imposibilidad de concebir un hijo prontamente, como lo exigían las costumbres payanesas de la época, lo que acabó por comprometer el amor en un matrimonio marcado sobre todo por el interés económico.
Algunos biógrafos sostienen que Mosquera habría contraído una sífilis tempranamente, mientras otros se inclinan a pensar que la enfermedad que lo agobió y le generó remordimiento hasta sus últimos días fue la gonorrea5. Como sea, la enfermedad del caudillo parece haber sido fruto de su proclividad a los amores furtivos y se constituyó en la causa de la infelicidad de Bembenta, nombre de cariño que le había dado a su esposa. En las cartas que Mariana le envió, como lo ilustra Valencia Llano, es posible constatar que solo a finales de 1821 ella logró “pasar con su esposo una breve temporada que se vio dificultada por la resistente gonorrea que este sufría”. El mismo autor nos deja saber cómo en 1822 doña Mariana se quejara expresando: “[…] ya veo que soy la mujer más desgraciada que puede haber pues hasta ahora no tengo la satisfacción de decir que he vivido seis meses contigo […]”6.
La vergüenza emergía inicialmente como producto de una mezcla entre el desapego de Mosquera, la pena de Bembenta y las aflicciones originadas en los dos a causa de una enfermedad que no contaba con cura aún. En varias cartas enviadas entre octubre de 1820 y junio de 1830 por Manuel José Mosquera a Tomás, su hermano, se hace una relación no solo de las enfermedades de Mariana sino de los padecimientos del mismo Tomás Cipriano, los cuales bien podrían ser expresión de la venérea sufrida por ambos. Comentarios sobre la salud de Mosquera quedarían incluidos también en la correspondencia de María Manuela Mosquera, su hermana. Por su parte, Mariana, en una carta del 5 de marzo de 1829, aseguró sufrir de “vaguidos de cabeza” continuos (posibles mareos y cefaleas) y lo que ella considera como “otras enfermedades que se reserva para decirle a solas”. Estos malestares estaban asociados a un desamor que le produjo n cambio en el carácter. En una cartadel 12 de abril de 1829, ella le explica a su esposo la razón de su “sequedad” en la correspondencia reciente y le dice que “la hipocondría y el mal humor se derraman por la pluma con mucha facilidad”. Finalmente, le pide que abandone la vida militar y que se ocupe de la familia. Pero la vergüenza que tomaba lugar en esta relación se sustentaba, además,en los amoríos de Mosquera con mujeres como la negra Ygnacia, o con la que parece haber sido el amor más importante de su vida, la mulata Susana Llamas. En las cartas redactadas por Mariana, en mayo de 1829, le reclama a Mosquera el incumplimiento de la promesa según la cual “su corazón nunca tendrá otra dueña”, y en otra carta del 27 de ese mes le escribe, con cierta ironía, que el tono cariñoso de la última carta de Mosquera con seguridad se debe a las “quiteñas, quienes, con seguridad, le hacen pasar el mal humor”.
En la biografía novelada que sobre Mosquera elaboró el escritor Víctor Paz se intenta reconstruir, no sin una dosis obvia de ficción, lo que podría haber sido la situación emocional del primer mandatario en la intimidad y el carácter fundamentalmente moral de la enfermedad que lo atormentaba antes de su matrimonio con Bembenta:
Se sintió degradado y sucio, como si la enfermedad también le hubiese contagiado el alma. Se recriminó con aspereza sus liviandades, y volvió a pensar con constricción y arrepentimiento sobre el desenfreno pasional y sobre las consecuencias tristes del gozo de la carne7.
Los esfuerzos terapéuticos realizados por Mosquera, y ajustados a la farmacopea de la época, también son incluidos con algún acierto por el novelista colombiano:
La inflamación y la supuración continua y dolorosa de esos repulsivos humores socavaban infatigablemente las energías de su ánimo […] Fue donde varios médicos y consumía con rigor y con una esperanza vehemente los medicamentos que se le prescribían: bálsamo de copaiba, tremor tártaro, mercurio, sal de prunela, trementina de Venecia, sal de Saturno mezclada con ruibarbo y agua de malvas con linaza8.
Pero como bien afirma Paz se trataba de una “Farmacopea inútil para las enfermedades del amor pecaminoso […]”, no solo porque en caso de tratarse de una gonorrea ninguno de estos medicamentos constituía una cura efectiva, sino porque en el fondo del padecimiento físico, o tal vez a través de él, se enconaba la recriminación moral: “Y la tristeza –y sobre todo la vergüenza– de arrastrar con ese estigma secreto lo conducía a estados de degradación moral y mental, donde lo único que visualizaba como redención, como dignificación, era la muerte…”9.
La cura para su vergüenza no iba a provenir de un matrimonio o de los baños con aguas sulfurosas. Tampoco de una vida reconducida por el camino recto. Por las fuentes históricas sabemos que esa reconversión moral no sucedió. Hasta sus últimos días Mosquera continuó con una vida llena de prácticas sexuales discutibles para la sociedad de su tiempo. Su enfermedad se hizo crónica y con seguridad lo afectó hasta el final de sus días. El interés económico lo hizo incluso indisponerse con su hija Amalia, a quien al parecer le reclamó por un dinero que él le habría prestado en el pasado, por el testamento de su esposa y por los beneficios que su muerte le traería, según lo revela una carta del 10 de agosto de 1874. Como lo ilustra el caso de Mosquera, tal vez lo vergonzoso de las enfermedades venéreas en el siglo XIX no fue solo el problema del estigma físico, o sus síntomas molestos, sino su vínculo profundo con el amor, con la sexualidad y con la textura moral de esos tiempos.
Referencias
1 Betrán Moya, José Luis. Historia de las epidemias en España y sus colonias
(1348-1919), 1ª. ed., Madrid, La esfera de los libros, p. 82.
2 Obregón, Diana. “Médicos, prostitución y enfermedades venéreas en Colombia (1886-1951)”, en História, Ciências, Saúde . Manguinhos, vol. 9 (suplemento): 161-86, 2002.
3 Quevedo, Emilio et ál. Historia de la medicina en Colombia. De la medicina ilustrada a la medicina anatomoclínica (1782-1865), t. II, 1ª. ed. Bogotá, Tecnoquímicas, 2008.
4 Holton, Isaac. La Nueva Granada: veinte meses en los Andes, 1ª. ed. al español. Bogotá, Ediciones Banco de la República, 1981, p. 246.
5 Teniendo en cuenta que la gonorrea en las mujeres no produce síntomas muy persistentes o incómodos, más allá de algunos flujos vaginales o molestias al orinar, y que las expresiones de malestar y disgusto que a través de la correspondencia expresó Mariana, la esposa de Mosquera con ocasión de la enfermedad, así como la angustia y preocupación que generó en Mosquera la dolencia, eran significativos, se podría llegar a pensar que el padecimiento de la pareja concordaba más con la sífilis. A favor de la gonorrea, por el contrario, se podría afirmar que buena parte de los hijos de Mosquera, con sus diferentes mujeres, habrían muerto a temprana edad o bien habría sido inviable su embarazo si se tratara de sífilis.
6 Valencia Llano, Alfonso. “Los amores del general Mosquera”, en Credencial Historia, No. 275, 2012; y Valencia Llano, Alfonso. “Amor y poder en la vida del general Mosquera”, en http://dintev.univalle. edu.co/cvisaacs
7 Paz Otero, Víctor. El demente exquisito: la vida estrafalaria de Tomás Cipriano de Mosquera. Bogotá, Villegas Editores, 2004, p. 207.