Maxim Vengerov, el prodigio siberiano
Este año, en el Festival de Música de Cartagena, el toque de virtuosismo que hace delirar a legos y especialistas corre por cuenta de una verdadera celebridad: el violinista Maxim Vengerov. Heredero de la juiciosa escuela rusa, que privilegió la técnica y la fidelidad a las partituras por encima de la “pirotecnia”, por llamarla de alguna manera, latina, que celebra la espontaneidad, Vengerov ha sabido combinar ambas, y así ha complacido por igual a académicos y liberales. Dicho de otra forma, ofrece un espectáculo de masas que deja sin palabras a los expertos.
La conexión de Maxim Vengerov con el violín data de antes de su nacimiento. Al menos así lo confesó a la revista Springs: “Cuando yo estaba todavía en el vientre de mi madre, escuché a David Oistrakh dar una de sus últimas presentaciones en Rusia, interpretando el concierto de Tchaikovsky”. Oistrakh, para muchos el más grande violinista ruso del siglo XX junto con Jascha Heifetz, moriría de un infarto en 1974, cuando Vengerov tenía apenas dos meses de edad.
A pesar de no haberlo podido escuchar nunca en vivo, la fuerza de la interpretación de Oistrakh calaría en el joven Maxim, quien a los tres años ya escuchaba sus conciertos maravillado, y a los cinco, cuando empezó a tocar el violín, ya rezumaba algo de su talento. O de lo que el propio Vengerov hablaba acerca de Oistrakh: “la capacidad para ser uno mismo con el instrumento”. Sin embargo, a quien más adoró Vengerov fue a Heifetz. Tánto, que más tarde se daría el lujo de tocar con su arco.
Oriundo de Novosibirsk, en la Siberia occidental, Vengerov creció en el seno de una familia musical. Su madre era la directora del coro de un orfanato; su padre tocaba el oboe en la orquesta sinfónica de la ciudad. Maxim lo acompañaba a los ensayos e intentaba ubicarlo en el escenario entre el grupo de músicos, pero no podía. Lo único que veía era los violines. Práctico (y orgulloso, qué duda cabe), resolvió que él quería estar adelante. Solo por eso tocaría el violín.
Su primera profesora, Galina Turschanínova, se encargó de desarrollar su talento. En el documental Tocando con el corazón, sobre la vida de Vengerov, Galina confiesa que no se explicaba por qué el pequeño Maxim siempre llegaba a clase somnoliento. La razón era que Maxim practicaba delante de sus padres, y estos solo podían verlo después de trabajar. Total, el joven Vengerov ensayaba de 10 de la noche a 2 de la mañana. Cuando Galina no supo ya qué más enseñarle, se lo presentó al connotado profesor Zakhar Bron, quien pronto se dio cuenta que talentos como el de Vengerov nacían una vez cada cien años. Y pronto el mundo lo notaría.
A los diez años de edad, Maxim Vengerov ganó el Primer Premio del Concurso de violín Junior Wieniawski, de Polonia; a los 16, el Concurso Carl Flesch, antes de radicarse en Tel Aviv. Para entonces ya daba cuenta de su inspiración. Había tocado en Tokio, Amsterdam, Londres y Salzburgo. Y en adelante lo haría con orquestas filarmónicas tan connotadas como las de Nueva York y Tel Aviv. Entre 1993 y 2005 tejió una carrera prodigiosa que provocó que algunos críticos lo consideraran el mejor violinista de su generación. Tocó para la Filarmónica de Berlín, para las sinfónicas de Londres y de Chicago, y para directores de la talla de Zubin Mehta, Claudio Abbado, Daniel Baremboim y Yehudi Menuhin. Al mismo tiempo, desarrolló una relación musical y personal muy íntima con el chelista Mstislav Rostropóvich.
Una lesión en el hombro derecho estuvo a punto de hacerlo retirar. Por fortuna, está de vuelta. |
Cambio de ritmo
Luego de maravillar al mundo ofreciendo cerca de 100 conciertos al año durante un decenio, Vengerov decidió en 2005 hacer un alto en el camino, un sabático de seis meses que se extendería a la fuerza debido a una lesión en su hombro derecho producida por levantar pesas. Mientras se recuperaba, se dedicó a la dirección de orquesta, pero cuando decidió volver dos años después, sintió que algo andaba mal. Su brazo derecho no le respondía como en sus mejores años. “No importa, me dedicaré a la dirección”, le contó en 2012 al periodista Andrew Clark, del diario The Financial Times. Pero, según le contó a Clark, era como un autoengaño. A pesar de que disfrutaba la dirección, se resistía a morir en el violín. En 2009 se obsesionó con regresar. Incluso se sometió a una cirugía en febrero de 2010, pero aun así se sentía débil, incapaz de tocar. El problema parecía sicológico, de manera que la única forma de resolverlo era subiéndose de nuevo al escenario, y probar. Lo hizo el 2 de mayo de 2011, en Bruselas, con tres sonatas de Brahms. Vengerov estaba de vuelta.
Ahora combina el violín con la dirección de orquesta. De hecho, en Cartagena exhibirá ambas facetas: el 13 de enero, en la plaza San Pedro, interpretará Tzigane, de Maurice Ravel, acompañado de la Orquesta de Cámara Orpheus; el 15 de enero, en el Centro de Convenciones Cartagena de Indias, tocará el Concierto para violín y orquesta, de Beethoven, acompañado de la Orquesta Sinfónica Juvenil Red de Escuelas de Música de Medellín. A continuación, y como cierre del Festival, dirigirá a la Orquesta Sinfónica Juvenil en la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Antonín Dvorak.
Fuera de programa, igual expectativa ha despertado Vengerov en otra de sus grandes virtudes: la de profesor. Sus clases magistrales son célebres por la gracia, el humor y los tintes poéticos con los que suele confrontar a sus alumnos con sus partituras. Más que pulir la técnica y corregir las dificultades académicas, Vengerov suele retar a sus discípulos a imaginar las melodías como historias que el instrumento va narrando valiéndose de las emociones del intérprete. Incluso sus clases atraen multitudes, razón por la cual brindará su Master Class el 14 de enero en la capilla del Hotel Santa Clara, y no en un salón de la Universidad de Cartagena, donde es habitual. Habrá lugar para 300 personas, que tendrán el privilegio de ver a Vengerov en acción frente a cuatro estudiantes colombianos. Para estos últimos, seguramente, será una lección que nunca olvidarán.