A mí me deportaron
Soy indígena Camëntza y, junto a mi esposo y 20 colombianos, fui deportada desde Venezuela por no tener documentos. Mi relato inicia en 2008 cuando, luego de dos años de haber llegado a la vereda de San Cayetano (municipio de Puerto Caicedo, Putumayo) y adquirido seis hectáreas de tierra para cultivarla, tuvimos que salir corriendo con lo puesto.
Ese día convocaron a una reunión en la que unos señores armados, pero vestidos de civil, preguntaron quiénes eran los nuevos en la zona. Mi esposo y yo, además de otras seis familias, levantamos la mano. Pensamos que estaban buscando a alguien o tal vez que ofrecerían trabajo; eso pasa cuando uno no ha hecho nada malo y piensa que todo el mundo actúa bien. Ellos eran paramilitares.
“Tienen tres horas para irse”, nos dijeron. El tiempo justo, lo que tarda el trayecto a pie y en lancha hasta llegar al pueblo. Solo podíamos agarrar a los hijos y emprender camino.
Así, llegamos al municipio de Sibundoy (en el alto Putumayo) en donde vivía parte de la familia y, tras el consejo del personero de Puerto Caicedo, nos registramos como desplazados. Nos dijeron que tras 15 días nos tendrían alguna razón. En el momento había llegado de visita una parte de la familia que vivía en Venezuela. Pasaron los 15 días y no hubo respuesta; entonces, aquellos familiares nos invitaron a viajar con ellos, y nosotros ¿qué más podíamos hacer si nos pagaban todo?
Viajamos sin siquiera tener pasaporte. A medida que íbamos avanzando –tras cruzar la frontera por el puente Simón Bolívar– y que nos paraban las autoridades, la respuesta a la solicitud de documentos siempre era la misma: dinero.
Así,iniciamos nuestra vida en Venezuela, en donde mi esposo, al comienzo, trabajó haciendo bloques de construcción, mis hijos ingresaron al colegio, eso sí privado, sin papeles no hay más opción, y donde con el paso del tiempo emprendimos nuestra propia empresa.
Compramos una máquina de coser y hacíamos shorts y hasta uniformes de colegio. Nosotros mismos los confeccionábamos y luego los vendíamos en la calle. En un día podíamos hacernos un promedio de 200 bolívares (unos 76.000 pesos). Lo suficiente para pagar el arriendo, el colegio, la comida y comprar materiales. Los servicios no cuestan, así que vivíamos bien.
En el Putumayo éramos felices, teníamos nuestra tierra, pero en Venezuela no había miedo. Nunca lo hubo, tal vez por la ignorancia que nos puso en el lugar equivocado el día equivocado, la misma que no nos permitió pedir asilo.
Y es que si hubiéramos sabido que al llegar a otro país después de haber salido corriendo de nuestras tierras teníamos derecho a solicitar asilo, otra sería la historia.
Toda mi familia se inscribió en la página de Internet del Saime (Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería) y la respuesta siempre fue la misma: “Esperen que ahí les llegará la información para regularizarse”. Esperamos, pero lo que llegó fue la deportación.
El 5 de enero le propuse a mi esposo comprar un pernil para hacer una parrillita. No habíamos podido celebrar la Navidad ni el Año Nuevo, esas fechas son temporada de mucho trabajo, así que, ya descansados, pensamos que podíamos celebrar. Sin embargo, ese día, el Abasto Bicentenario, lugar en donde siempre habíamos hecho las compras con nuestro pasaporte colombiano, el cual sacamos en el Consulado sin ningún inconveniente, estaba cerrado por inventario.
Nos tocó esperar hasta el 13 de enero. La fila para ingresar estaba corta, pero me di cuenta de que en el interior estaban los funcionaros del Saime. Le advertí a mi esposo con insistencia, pero él estaba ocupado hablando. De pronto empecé a escuchar que ese día, martes, tenían turno de compra los números 2 y 3, mi pasaporte tenía como último número el 1. Pensamos que entonces nos correspondía comprar los lunes.
La ignorancia. No tenía ni idea de que a partir de ahora para poder comprar en el mercado teníamos que tener cédula venezolana, y que era con su última cifra que se establecían los días de compra.
Al llegar al punto de atención, quedamos como carnada, la funcionaria nos recibió el pasaporte y nos dijo: “Siéntense”. Junto a nosotros había varios colombianos a los que les había pasado lo mismo.
Molesta, porque no nos decían nada, le pregunté a la señora que me había recibido el pasaporte si podría o no comprar, y me dijo: “Sí, tranquila, ya van a comprar, pero en su país”.
En ese momento todo fue confusión, sorpresa... Nos quitaron los celulares y nos llevaron a la oficina del Saime. A las 11 de la noche salimos para Cúcuta. Algunos dicen que aguantaron hambre, nosotros no. Pero eso sí, no nos dejaron llamar a avisar nada. Mis hijos, una niña de 9 años y un muchacho de 14, estaban con mi mamá y no pude contarles. Imagínese usted, nosotros somos cristianos evangélicos, nunca hemos llegado tarde, mucho menos pasar la noche fuera de casa. Mi mamá sufre de la tensión y con la angustia se enfermó, los niños estaban preocupados, al igual que nosotros, que no pudimos llamar hasta cuando llegamos aquí y en Migración nos regresaron los teléfonos.
Cuando contamos nuestra situación y que los niños se habían quedado, inmediatamente nos dijeron que los traerían. Fueron eternos 12 días los que tuvimos que esperar hasta que una funcionaria de la Defensoría del Pueblo nos llamó: “Esta noche llegan sus hijos”. Pero no se pudo. Cerraron la frontera y tocó esperar un día más.
“Cuándo será que va a amanecer”, nos preguntamos durante toda la noche con mi esposo. No pudimos dormir, y a las 6 de la mañana ya estábamos listos. Una hora más tarde llegaron a buscarnos al Centro de Migración[OA1] –donde nos dan comida y refugio mientras permanecemos acá– y nos llevaron a Migración. Allá llegaron nuestros hijos, los traía el cónsul. ¡Qué felicidad, qué tranquilidad! Era lo único que necesitábamos.
Acabamos de hablar con la Canciller que vino al albergue a reunirse con todos los deportados. Ella nos escuchó[OA2] , nos contó que lo mejor era buscar reunificar a las familias y atendió las quejas de los malos tratos que nuestros compañeros le manifestaron, además les dijo que les ayudaría a conseguir trabajo en sus ciudades de origen.
A nosotros nos dijo que nos ayudaría a traer las máquinas desde Miranda. Hace un mes llegamos, pero no hemos podido retornar a nuestra zona como lo hacen los demás. Somos víctimas del conflicto y necesitamos que se hagan verificaciones de seguridad, pero no importa; con las máquinas y nuestros hijos estamos dispuestos a comenzar de cero, como ya lo hicimos una vez.
“Mientras jugábamos fútbol”
Yo creo que la única ventaja de Venezuela sobre Colombia es el empleo. Esa es la razón por la que la gente se queda allá o regresa después de ser deportado, a pesar de los riesgos: de 1 a 5 años de cárcel, que se pagan allá.
Mi situación es diferente, no tengo mujer ni hijos venezolanos, pero si los tuviera, como algunos de los 59 deportados que llegaron conmigo el 2 de febrero, no lo pensaría dos veces. Como él, que se va a regresar, no por la trocha –por ahí es muy peligroso y le pueden dar un tiro–, sino por el puente pagándole a la guardia.
Yo llegué a Venezuela hace 7 años y logré tener mi cédula. Sí, eso fue en las últimas elecciones en las que Hugo Chávez ganó. Él dijo que daría cédulas. Metí mi pasaporte, que estaba sellado con mi ingreso, las recomendaciones de dos venezolanos y los demás documentos que pedían. La mía fue una de esas cédulas que se entregaron ese año electoral y que solo fueron válidas durante 12 meses.
Cuando me la entregaron, nadie me dijo que debía votar, ni mucho menos el candidato que tenía que elegir, pero uno en agradecimiento por haber sido nacionalizado pues vota. Un voto no se le niega a nadie; además, con Chávez los colombianos estábamos muy cómodos.
Con ese documento hasta pude abrir mi cuenta bancaria y enviar remesas a Colombia. Por esos envíos fue que me enteré de que mi cédula ya no existía. Un día fui al lugar de siempre y la señora que atendía me dijo: “No chamo, no estás en el sistema”. Ahí me di cuenta, ¿qué podía hacer?, ¿ir a reclamar al Saime? Si esos son del Gobierno y hasta me podían meter preso por tener un documento falso. Me quedé con los brazos cruzados y seguí allá trabajando. Como le digo, allá hay trabajo.
Y es que uno se acerca a un lugar donde hay letrero para trabajar y no le preguntan nada, da igual si eres colombiano o peruano si tienes ganar trabajar. No es como acá que piden libreta y certificados. Además, Venezuela es un país muy comerciante. Todo lo que uno saque a la calle lo vende rápido, se gana la vida fácil.
Es cierto que la situación está difícil, por eso nos deportaron. Se acordará de mí, eso dentro de poco va a reventar.
El día que me cogieron hice una fila de dos horas para comprar una bolsa de jabón. Por eso es que es mejor comprar en la calle a los buhoneros, que cobran más caro pero prefiero pagar 10 bolívares más que hacer una cola de 2 o 3 horas.
Ese día, sábado, estábamos jugando un torneo de fútbol. Mi equipo era Colombia y todos teníamos la camiseta de la Selección. Qué risa, qué íbamos a saber que nos agarrarían. Éramos 10, solo 4 tenían cédula. Yo tenía billete y traté de hablar con el guardia, pero me dijo que no había nada que hacer, “es una orden de arriba”, me aseguró.
Luego, en donde nos mantuvieron mientras la deportación, un coronel de la Guardia me contó que la orden es sacar hasta mitad de año a 3.000 colombianos.
Allá estuvimos toda la noche, y el domingo, cuando salimos en dos buses, cada uno con 6 guardias y patrullas acompañándonos por la carretera. No nos dieron comida, nos tocaba dormir en el suelo y el maltrato verbal y sicológico es normal.
La fuerza armada no respeta a ningún extranjero. A mí hasta una vez me rompieron la cédula colombiana porque, según ellos, eso no servía para nada. Yo saqué otra en el Consulado, pero no conté, total ¿qué pueden hacer? Allá los derechos humanos no existen.
Yo no pienso volver, acá tengo familia y puedo conseguir trabajo, no será fácil, pero es posible. No tengo para qué regresar y eso que tenía mi propio apartamento. Se lo compré a una muchacha que lo había recibido del Gobierno. Ahora salgo para Medellín, la Cancillería me da el pasaje y mi familia me mandó plata desde Caracas.
Revista Credencial habló con el diputado de Acción Democrática Leomagno Flores, también intentó entrevistar al embajador venezolano, pero este no pudo atendernos.
¿Por qué se están registrando estas deportaciones?
En realidad no hay una razón que amerite una acción de deportaciones masivas. Yo soy miembro de la Comisión Permanente de Política Exterior de la AN y, a pesar de mis requerimientos al Gobierno, no he obtenido respuesta satisfactoria. Apenas se escudan en el ejercicio de la soberanía. Yo no creo que sea una política de Estado. Hay mucha anarquía en la burocracia y mucha complicidad entre funcionarios y las Bacrim que operan en la frontera. He dicho que sospecho que hay deportaciones por encargo. Lo cierto es que hay un hostigamiento sistemático y abuso de poder contra nuestros hermanos colombianos. Como Diputado electo por el circuito electoral de la frontera he condenado estas deportaciones masivas inusuales.
¿Cree que las deportaciones pueden generar “anticolombianismo”?
En Venezuela hay un sentimiento de hermandad a toda prueba con el pueblo colombiano. Pero no descarto que desde el aparato policial del régimen se aliente la xenofobia. Recordemos que Chávez repartió más de dos millones de cédulas venezolanas sin mayor requisito a los colombianos para tener una votación cautiva que hoy día le es adversa. De allí el encono gubernamental.
Hay quienes dicen haber tenido cédulas que solo fueron vigentes durante un año
Eso es cierto. He recibido denuncias de gente cedulada a quienes en las alcabalas o en operativos les despojan del documento y los tildan de indocumentados. Esa es una realización política por el resultado electoral en la frontera. Prueba de ello es el cierre anticipado de la frontera en los dos últimos comicios en Venezuela. Todo gira alrededor del tema electoral. Esos colombianos cedulados integran lo que políticamente en la frontera se conoce como “Venezuela 2”.
Las respuestas de la Cancillería.
¿Cuánto ha invertido el Gobierno en ayudas a los deportados?
En 2014 se utilizaron $ 122’435.000 con el fin de atender a los colombianos que llegaron desde Venezuela. En lo corrido de 2015 el Ministerio de Relaciones Exteriores ha invertido $ 20’300.000. El promedio por persona varía según los lugares de destino y el número de días que los ciudadanos deben ser asistidos con alimentación y hospedaje.
Algunos deportados manifiestan maltratos
Durante el tiempo en que los connacionales permanecen en custodia de las autoridades venezolanas, los cónsules colombianos les brindan acompañamiento y asistencia para garantizar el respeto de sus derechos. Las quejas presentadas fueron puestas en conocimiento de las autoridades venezolanas correspondientes, a través de los canales consulares.
¿Cuántos colombianos fueron deportados desde Venezuela en 2014?
En todo 2014 fueron deportados 1.772 colombianos, 48 expulsados y 30 repatriados.
¿Cuántos extranjeros deportó Colombia en 2014?
Según la información brindada por Migración Colombia, durante 2014 se impusieron 2.375 medidas administrativas de deportación a extranjeros, de las cuales 66 fueron a nacionales venezolanos.
Crédito Fotografía: Manuel Hernández.