LA PRESIDENCIA DE LA REPÚBLICA, UNA INSTITUCIÓN FUERTE EN UN ESTADO DÉBIL
La Presidencia de la República ha sido a lo largo de los dos siglos de existencia del Estado colombiano, la institución más robusta de todo su andamiaje constitucional y político. Desde la fundación de la República ha existido un patente desequilibrio en la distribución del poder público, siempre a favor del ejecutivo nacional, y en desmedro tanto del legislativo y del judicial, como de las autoridades regionales y locales.
El sistema presidencial de gobierno ha sido una constante en la evolución constitucional colombiana. Desde el presidencialismo pseudo-monárquico con que soñaron Bolívar, Caro y Nuñez, pasando por el austero y civil de los liberales radicales de la segunda mitad del siglo XIX, hasta llegar al actual presidencialismo tecnócrata y mediático, siempre hemos tenido un presidente que es, tanto en la letra de las Constituciones como en la realidad de la vida institucional, jefe de Estado, jefe de Gobierno, jefe de la Administración y principal motor de la vida política.
Ya Bolívar lo había anunciado en la Constitución que escribió para Bolivia, pero que pensó establecer también en Colombia: "El presidente de la República viene a ser en nuestra Constitución como el sol, que firme en su centro, da vida al Universo".
Además de los datos históricos y culturales que explican nuestra adhesión a un sistema presidencial de gobierno con presidente fuerte, también el poder del ejecutivo se ha visto incrementado a partir de la segunda mitad del siglo XX, toda vez que las funciones que desde entonces asumió el Estado de promoción del bienestar general de la población, de prestación de los servicios públicos básicos, de preservación del medio ambiente y de redistribución de la riqueza, si bien son tareas que comprometen a todas las autoridades, han sido desarrolladas en forma predominante por institutos nacionales o por empresas públicas que se encuentran adscritas al poder ejecutivo, lo que amplia considerablemente el margen de maniobra política del jefe del Estado.
Igualmente, la prolongada situación del conflicto armado interno que padece Colombia ha nutrido aún más el protagonismo político del presidente de la República, ya que es él quien tiene la atribución, en exclusiva, de mantener el orden público y de restablecerlo, de adelantar las negociaciones de paz y de dirigir las operaciones de guerra. Así mismo, es el presidente quien puede declarar cualquiera de los estados de excepción (guerra, conmoción interior, emergencia económica, ecológica o social), lo cual le permite asumir temporalmente atribuciones legislativas que de ordinario corresponden al Congreso de la República.
Nuestros presidentes tienen período fijo de cuatro años, sin posibilidad de reelección. Esa es una importante construcción de nuestra vida civil. Las primeras constituciones del siglo XIX establecen ya el período cuatrienal, y desde 1910 hasta la actualidad, hemos tenido siempre períodos presidenciales de cuatro años. Como excepción a la regla, entre 1863 y 1885 tuvimos períodos presidenciales de dos años, que se cumplieron con rigor por quienes ocuparon el cargo, pero que no parecieran ser recomendables en los tiempos actuales, y durante el período de la Regeneración (1886-1910) se estableció un período sexenal, con posibilidad de reelección, que también fue llevado a la práctica por Caro y Nuñez, y del cual quedó curado el constitucionalismo nacional.
Patio de la casa del Libertador en el palacio de San Carlos. Fotografía de 1948 publicada en "Sábado". Biblioteca Luis Angel Arango, Bogotá. |
Aunque quienes han sido presidentes usualmente aspiran a ejercer de nuevo el cargo, la democracia colombiana no muestra signos de adhesión a esa posibilidad. Entre 1910 y 1991, época en la cual, aunque prohibida la reelección inmediata, pasados cuatro años sí se podía aspirar de nuevo a la Presidencia, tan solo un presidente fue elegido dos veces (Alfonso López Pumarejo, en 1934 y 1942), aunque muchos otros aspiraron a ser reelegidos. La Constitución actual prohibe de modo permanente la reelección presidencial.
Por otra parte, las relaciones del presidente con el Congreso de la República, que están llamadas a ser de contrapeso y control mutuo, se han visto distorsionadas por diversos factores, entre los que cabe mencionar en primer lugar la erosión de los partidos políticos, lo que impide que en el Congreso se formen bancadas fuertes que puedan realmente hacer equilibrio al desmedido poder presidencial, así como, en los últimos años, por la estrategia de acoso y derribo a que se ha visto sometido el órgano parlamentario, del cual los grandes medios de comunicación presentan una imagen sórdida ante la opinión pública, y del cual los jueces hacen trizas, con un uso probablemente excesivo de sus atribuciones legales de destitución (pérdida de investidura) y de enjuiciamiento penal de los parlamentarios. Por contrapartida, la responsabilidad presidencial, tanto política como legal, son aún asuntos que en buena medida están todavía por construir, aunque ciertamente la Constitución y las leyes establecen mecanismos y procedimientos para recabarla.
Por fortuna, los actos presidenciales (decretos, decretos con fuerza de ley, otros actos de gobierno) son todos susceptibles de control por el poder judicial, y cualquier ciudadano puede solicitar su anulación, ya sea ante la Corte Constitucional o ante el Consejo de Estado, cuando los considere contrarios a las leyes o a la Constitución.
Una semblanza del presidente tipo nos muestra a un varón (no hemos tenido nunca presidenta, hasta el día de hoy) refinado y culto, económicamente acomodado, civil, republicano, un tanto tradicionalista en sus costumbres, respetuoso de las formalidades y de la legalidad aunque con talante algo autoritario, con legitimidad democrática y popular al inicio de su gobierno, y que normalmente ve frustrada la mayor parte de sus anhelos al finalizar el ejercicio de su cargo.