MUJERES TRAS LAS BAMBALINAS DEL PODER. DE LORENCITA DE SANTOS A BERTHA DE OSPINA
El discreto encanto del poder: Lorencita Villegas de Santos
El 27 de marzo de 1960 una noticia encabezó los principales medios impresos en Colombia: la muerte, en el hospital Memorial de Nueva York, de Lorencita Villegas de Santos. No se hicieron esperar las notas en las ediciones de los periódicos del país alabando sus obras sociales, su estilo elegante y discreto junto a su esposo Eduardo Santos, presidente de Colombia de 1938 a 1942, director y propietario del diario El Tiempo. Revelaban sus fotografías la sobria elegancia, siempre vestida con trajes de color gris o negro que hacían resaltar su piel anacarada, sus manos exquisitas, rostro alargado en medio de un cabello blanco y ondulado. Imágenes tomadas pasada la violencia política de esos aciagos años del siglo XX, cuando los partidos políticos entraron en una era de reconciliación y alternancia de poder con el Frente Nacional.
En ese contexto Lorencita Villegas se convertiría en prenda de garantía de la cordialidad entre los partidos Liberal y Conservador, pero no era ella el único caso: en la década de 1940 la figura de Eva Duarte de Perón y de Elizabeth, futura reina de Inglaterra, eran claros Leonardo Agudelo Velásquez Universidad Nacional, Sede Medellín. Investigador y docente, Universidad Autónoma de Colombia. referentes de mujeres en la política. Lorencita Villegas, quien había llegado a la palestra pública en razón de su matrimonio con Eduardo Santos, periodista y político que marcó el rumbo del Partido Liberal en su retorno al poder en 1930, derrotando una hegemonía conservadora de cuatro décadas.
Colombia a comienzos del siglo XX estaba mutando de piel: las mujeres estaban adquiriendo un importante papel económico como mano de obra en la naciente industrialización, incrementada a causa de la primera guerra mundial que paralizó el comercio en el Atlántico y llevó a la sustitución de importaciones. La llegada de la mujer a la producción industrial y el consecuente incremento poblacional en ciudades, fue seguida de reclamos de igualdad en el mundo laboral y social. A comienzos del siglo XX el liberalismo pasó a pregonar una doctrina de contenido social, esbozada por Rafael Uribe Uribe en su conferencia “El socialismo de Estado”, en el teatro municipal de Bogotá en 1904.
Colombia se perfilaba en el mapa del capitalismo mundial cabalgando en el imparable consumo de café en las grandes metrópolis. El desarrollo económico reclamaba un partido político capaz de representar a los nuevos grupos sociales de población urbana e industrial y capaz de hacer los cambios antes que las masas asaltaran el Palacio de Gobierno e hicieran las reformas a su libre albedrío. Este fue el entorno de Lorenza Villegas Restrepo, la séptima integrante de la familia Villegas Restrepo, nacida el 5 de octubre de 1899 en la Hacienda El Pasaje, en Dosquebradas, corregimiento de Santa Rosa de Cabal en el seno de una familia de diez hijos y honda prosapia antioqueña: católicos, laboriosos y viajeros. Su madre Carlota Restrepo Botero era hija del pedagogo José María Restrepo Maya y su padre, José Antonio Villegas y Villegas, era cultivador de café y entre ambos habían amasado una modesta fortuna trabajando en educación en la costa Atlántica. En 1908 la familia Villegas Restrepo viajó a Bogotá, luego que los dos menores: Enrique y José, murieran ahogados en un río. En la capital Lorencita fue matriculada en el Colegio de las Hermanas de la Caridad donde su hermana Flora hacia vida conventual1.
Bogotá era, a comienzos del siglo XX, una ciudad que estaba despertando de su tradición monacal. Todavía podían observarse los domingos transeúntes vestidos de levita, cubilete, capa española y sacoleva. Las casas eran de patio solariego de diez o doce habitaciones y tres o cuatro patios. Se cocinaba con carbón de palo traído de árboles derribados a punta de hacha en los cerros orientales y en la extensa Sabana. Un tranvía eléctrico había remplazado al de mula que atravesaba con parsimonia la ciudad.
Los primeros autos llegados desde 1904 pasaban cimbreantes por las calles empedradas y acuosas. El agua venida del Chorro de Quevedo se vendía puerta a puerta a diez centavos la múcura.
Fue en ese entorno que se celebró la boda entre Lorencita Villegas y Eduardo Santos el 25 de noviembre de 1917 en la Iglesia de la Veracruz, en ceremonia oficiada por el sacerdote José Alejandro Bermúdez. Unión que se prolongó durante cuarenta y dos años y cinco meses y que en principio no fue de buen recibo por algunos miembros de la familia caldense, marcada por el celo religioso que desconfiaba de quien era “liberal y masón”. Sentimiento que había fijado la Iglesia y el Partido Conservador por la expropiación ordenada, en 1861, por el general Tomás Cipriano de Mosquera de todos los bienes de la Iglesia y las órdenes religiosas.
La pareja, en sus más de cuatro décadas de matrimonio, solo estuvo separada 39 días, que anotaba ella en una libreta y mostraba a sus allegados a lo cual él solía responder: “No te he dicho siempre que eres totalitarista”2.
El rápido posicionamiento de El Tiempo permitió una holgura económica que daba mayor libertad a la hora de ejercer la política del Partido Republica no que celebraría dos convenciones hasta su disolución en 1921. El fenómeno de la concentración urbana y la entrada de la economía colombiana a la órbita del capitalismo mundial, reclamaban medios de incidir sobre la creciente población urbana. Era una excelente oportunidad para un medio de comunicación al frente del cual estaba un hombre con la sensibilidad suficiente para captar el “espíritu de la época”. Los cinco mil pesos que invirtió en la compra del periódico fueron, tal vez, una de las mejores inversiones en la historia empresarial colombiana de todo el siglo XX. En 1921 Eduardo Santos y sus amigos ingresaron a la política liberal. En tanto Lorencita, gracias a su carácter delicado y previsivo, dotaba a la vida hogareña de la paz que reclamaba el “descanso del guerrero”. Eduardo Santos no solo había consolidado en 1917 la relación de pareja que marcaría su vida, sino que había elevado un pequeño periódico de 800 ejemplares diarios a una sólida empresa de información, dotándola de autonomía y solidez financiera, apalancándose solo en la heredad familiar: la venta de la casa familiar a pocos pasos del Teatro de Colón3.
El 22 de septiembre de 1923 la familia Santos Villegas se engalanó con el nacimiento de la primogénita bautizada con el nombre de Clarita. La niña, rodeada de todas las comodidades, vivía entre la casa en Bogotá y la hacienda Bizerta. De carácter afable, murió el 17 de febrero de 1926 tras un lamentable accidente antes de cumplir tres años, cuando cayó de un balcón de su casa en Bogotá. A partir de entonces Lorencita sacó a flote el temple de su personalidad para proteger a su familia de cualquier otra tragedia que pudiera dañarla. Construyó en la tumba de su hija un jardín que visitaba todos los días de estadía en Bogotá.
Siempre a su lado había un retrato de la niña rodeado de flores. Guardó sus vestidos y objetos –cucharitas, biberones– e hizo de la habitación de Clarita un altar a donde solo entraba ella.
La muerte de su hija le afectaría cada día del resto de su vida, jamás pudo recuperarse. Treinta años después, en 1956, escribió desde París a su esposo una misiva donde aún era palpable la sombra de la tragedia en su corazón. A partir de 1926 vistió de color negro y gris hasta el día de su muerte. Al tiempo de la tragedia familiar la pareja viajó a París y el pelo de Lorencita encaneció rápidamente. En la ciudad Luz decidió ir a una peluquería. Estaba de moda el pelo rubio platinado, al estilo de las grandes figuras de Hollywood: Mary Pickford, Mae West, Ginger Rogers. El peluquero le aconsejó el cambio del color del pelo a rubio, algo que hizo gustosa, pero que no fue del agrado de su esposo. La hacía demasiado llamativa para el gusto de la época cuando la mujer debía lucir el “recato de un capullo de rosa”. Aun así Lorencita Villegas no cambió de opinión y usó el tinte rubio platinado a lo largo de su vida4.
El viaje a Europa marcó una metamorfosis en su forma de peinarse, vestirse, se tornó más cosmopolita. Su sobrina Emma Villegas recuerda que era todo un ritual la manera como se peinaba, maquillaba y vestía antes de presentarse ante la gente. Ella, de una personalidad fuerte, no dejaba que se le impusieran fácilmente. Cuando Eduardo Santos como canciller del presidente Enrique Olaya Herrera viajó a Ginebra, sede de la Liga de la Naciones, a negociar el diferendo limítrofe que desencadenó la invasión peruana de nuestro trapecio amazónico, ella no quiso permanecer de espectadora, aprendió clave Morse para ayudar con la copiosa correspondencia telegráfica que llegaba a la embajada colombiana en Ginebra.
Sabía sobreponerse a los retos y al peligro, como lo demostró en 1942 cuando viajó junto a su esposo a Inglaterra invitados por el rey Jorge VI y se alojaron en un Hotel de Hyde Park. Durmió plácidamente, mientras la ciudad ardía por la caída de las bombas alemanas.
Casi una década después, durante la dictadura de Rojas Pinilla, el matrimonio Santos Villegas fue perseguido y les tocó refugiarse, durante dos semanas, en la mansarda en casa de una de sus hermanas quien luego decía: “Qué época tan espectacular, que plan tan agradable desayunar con ellos –Lorenza y Eduardo– en pijama, ella entendía el peligro y aun así su ánimo no parecía sufrir merma”.
A pocos días de la posesión como presidente de su esposo, el 7 de agosto de 1938, doña Lorencita visitó el Hospital de la Hortúa en Bogotá y sintió el desamparo de los enfermos de tuberculosis.
Se comprometió desde entonces a construir un hospital para la atención a los enfermos, que luego fue bautizado Santa Clara, en memoria de su pequeña hija. Su labor se extendió a la fundación de la Liga Antituberculosa Colombiana, en diciembre de ese año, y fue la presidenta de la Junta Directiva hasta 1952. Además, su concurso fue invaluable en la fundación de un hospital que atendiera a la creciente población infantil de Bogotá, pues el Hospital de la Misericordia era insuficiente5. Así, el 16 de febrero de 1939 quedó constituida la Junta Directiva del nuevo hospital infantil y a la primera dama se le dio el título de presidente vitalicia. Al poco tiempo se inició la construcción del Hospital Lorencita Villegas de Santos, en un lote donado por la señora Elisa Copete De la Torre. Era un edificio para albergar 400 niños. El financiamiento del Hospital provino del círculo social de la familia Santos Villegas, que aportó una cuota mensual para el sostenimiento. A decir del pediatra J. Camacho Gamboa, miembro fundador: “su pulcrísima manera, su sonrisa afectuosa y cordial rodeaba nuestras deliberaciones y decisiones no solo de altura de mira, sino también de seguridad de que el esfuerzo estaba encaminado, bien encaminado, a conseguir algo más para auxiliar al niño enfermo”.
Aportó doña Lorencita su concurso al establecimiento de la institución de primera dama en el país, institución que se expandió en el mundo con la cobertura que la prensa, la radio y los documentales noticiosos daba a las esposas de presidentes en Francia, Argentina y Estados Unidos, sobre todo en el plano de la acción social. En Europa, durante la segunda guerra mundial, la joven hija de Jorge VI, futura reina Isabel de Inglaterra, conducía una ambulancia para asistir a los heridos por los ataques de las bombas voladoras V1 contra Londres.
Eleonor Roosevelt, esposa del tres veces presidente Franklin D. Roosevelt, animaba a las tropas de Estados Unidos en todos los frentes y Evita Duarte de Perón sería la “Virgen encarnada” de los argentinos “descamisados”.
Así la primera dama se convirtió en la cara amable del régimen y a ello contribuyó doña Lorencita, al punto que al finalizar la presidencia de Eduardo Santos ella siguió siendo considerada primera dama. En el ambiente familiar era afectuosa, siempre llevaba regalos a sus hermanos y sobrinos. Recordaba las tallas de ropa de todo su clan familiar y las fechas de cumpleaños: “Muy querida siempre con los niños, era una cosa muy sincera que ella tenía”. En sus cartas aconsejaba cuidados de salud para las enfermedades de sus sobrinos y que aprovecharan el tiempo libre en trabajos productivos en el campo. Una era la Lorencita familiar y afectuosa, y otra la mujer atractiva, confiada de sí.
Al final de la segunda guerra mundial Eduardo Santos fue nombrado directivo de la UNRRA, una agencia fundada en 1943 e integrada a la ONU en 1945, para atender a víctimas de guerra en cualquiera de los países que conformaban la ONU. Santos se reunía en el Museo de Arte Moderno de Nueva York con el director de cine Luis Buñuel, encargado de realizar los documentales para la UNRRA. Un personaje que laboraba allí junto al director era don Luis de Zulueta, hijo de un líder republicano emigrado al final de la guerra civil española, quien recordaba el encanto que irradiaba a su alrededor Lorencita Villegas al hacer su entrada al Museo.
Llevada del brazo por su esposo todo el mundo preguntaba: “¿Quién es esa señora tan despampanante?” En 1946 afloraron las dolencias que le hicieron retornar a Nueva York a practicarse exámenes y tratamiento médico.
En tanto en el trascurso de la década de 1940 la situación política de Colombia se tornó quebradiza y luego del estallido de la Violencia el 9 de abril de 1948, la historia del país volvería a tocar el hogar de la familia Santos Villegas, cuando el 6 de septiembre de 1952, policías y bomberos incendiaron las sedes de los periódicos El Tiempo y El Espectador, junto a la casa de los jefes liberales Carlos Lleras Restrepo y Alfonso López Pumarejo, en represalia por el asesinato de un grupo de policías por las guerrillas en Rovira, Tolima, durante la presidencia del designado Roberto Urdaneta. Por la violencia política doña Lorencita viajó a Europa ese año, pasó largas temporadas en París y realizó algunos viajes al Lago mayor cerca de Stresa, en Italia. El 13 de junio de 1953 el general Gustavo Rojas Pinilla sucedió en el poder a Laureano Gómez por un “golpe de opinión”, alabado por la prensa liberal. Al júbilo siguió el deterioro de las relaciones con Rojas hasta el 3 de agosto de 1955, cuando ordenó el cierre de El Tiempo por un decreto firmado por Jorge Luis Arango, jefe de la Dirección de Información y Prensa.
Al poco tiempo, en febrero de 1956, salió a circulación El Intermedio, en remplazo de El Tiempo y cuya circulación llegó hasta el 10 junio de 1957, un mes después que inmensas jornadas cívicas, empresariales y populares, obligaron a Rojas Pinilla a abandonar el poder y salir del país. Lorencita entonces se hizo presente en un acto cargado de simbolismo cuando en las instalaciones del periódico, en la esquina de la Carrera Séptima con Avenida Jiménez, accionó el interruptor que encendió las rotativas de prensa que daban vida nuevamente a la libertad de prensa en Colombia. Ella fue una gran entusiasta del Frente Nacional y ejerció una considerable influencia, dado su fuerte carácter siempre envuelto en un guante de seda, para que los acuerdos entre los partidos en pugna se materializaran. A finales de 1959, cuando los médicos le diagnosticaron pocos días de vida, pidió que le dejaran llenar la habitación del hospital con flores, fotos de gente a la que había querido y sitios donde le había gustado estar. En ese ambiente vivió seis meses hasta finales de marzo de 1960 cuando falleció.
Bertha Hernández Fernández y Mariano Ospina Pérez: El amor en los tiempos del cambio
En 1925, las autoridades políticas, militares y eclesiásticas de Medellín decidieron conmemorar los 250 años de fundación de la Nueva Villa del Aburrá, una ocasión para fiestas, desfiles, saraos, donde pudieran asomarse a la efeméride los grupos sociales de la ciudad que le había arrebatado a Rionegro el título de capital de la Provincia de Antioquia, y gozaba de tener en la Presidencia de la República a uno de sus hijos: Pedro Nel Ospina, hijo de Mariano Ospina Rodríguez, fundador del Partido Conservador colombiano.
La penúltima integrante de la opulenta familia Hernández Fernández, conformada por don Antonio María Hernández y Mercedes Fernández de Hernández, y sus once hijos, vio en la efeméride la oportunidad de volver a encontrarse al senador antioqueño Mariano Ospina Pérez, nieto del fundador del partido azul y sobrino del presidente, quien había trabajado desde muy joven en las minas de su padre, Tulio Ospina en el río Porce –centro de mítica riqueza aurífera– y recorrido el nordeste antioqueño conociendo el naciente negocio del café, sin tomar en serio la sentencia de Pepe Sierra el “burro de oro”, de que este “era un negocio de pobres”.
A sus 33 años Mariano Ospina gozaba de una codiciada soltería y estaba ennoviado con su prima, la hija del presidente Ospina. Aunque la relación no pasaba por un buen momento: la bella Elena había escrito desde su cuarto en el palacio presidencial de San Carlos una perentoria carta a su novio Mariano, conminándolo a fijar una pronta fecha para el matrimonio, so pena de renunciar a su relación que podía abrirle, en un futuro no muy lejano, las puertas del palacio presidencial a su rama de la familia Ospina. Así de sencillo.
Mariano viajó con Elena a Medellín para los 250 años. Las festividades en la ciudad se fueron desarrollando. La joven Bertha acudía a todas ellas con su ruidosa comparsa “el sindicato”, hasta que llegó el día del baile de gala en el Club Unión, donde ella se hizo acompañar de un amigo y bailó con él hasta que Mariano encontró la forma de hablarle. Bertha Hernández era hija del cofundador de Fabricato, junto a Alejandro y Ramón Echavarría. Su casa en el exclusivo sector del Paseo la Playa era uno de los palacetes con decoración afrancesada que gustaba a los patriarcas antioqueños. La casa y la finca de la familia Hernández, habían servido para filmar algunas escenas de la película Bajo el cielo antioqueño de Gonzalo Mejía. El carácter abierto y recio de la joven no había podido ser domeñado por la disciplina de las hermanas de la Presentación del Pensionado Francés al punto de ser expulsada del internado.
Su educación terminó dirigida en casa por la profesora Adelfa Arango, directora de la Normal de Señoritas de Antioquia, una mujer de avanzada que creía que el poder de la mujer debía extenderse más allá de la sala, la cocina y el lecho matrimonial. Ella había dado a la joven para su lectura, textos que incentivaban la seguridad personal y la autonomía, algo que no figuraba en las guías de curso de ningún colegio femenino.
En la tradición paisa al hombre de cierto ascendiente social se le educaba para el comercio, la empresa, para el éxito. A la mujer para el matrimonio con otra familia exitosa que era una forma menos directa, pero casi inevitable de sumar fortuna y extender la influencia política a la siguiente generación. La huella perenne de Bertha Hernández fue que creyó, como las demás, en el amor, pero no en la sumisión indefinida que se le imponía a la mujer bajo el pretexto de la crianza de los hijos.
Ella no pudo de gozo. El anuncio del noviazgo y posterior compromiso matrimonial tuvo ribetes de asunto de Estado, pues le ganaría al senador antioqueño pérdidas y ganancias y la mayor pérdida sería el alejamiento del poderoso círculo social, político y económico encabezado por su tío Pedro Nel, padre de su exnovia, pero él tomó la mano de la mesa y decidió apostar a un romance que comprometía seriamente su camino a la presidencia, pues si bien la familia Hernández Fernández tenía una de las más sólidas fortunas en la ciudad, donde la riqueza de los antiguos grandes hacendados no siempre había sido afortunada en la transición de sus grandes capitales producto de la agricultura, minería y comercio a la naciente industria. El capital de los Hernández representaba la nueva era, la modernidad. Medellín gozaba en la década de 1920 de una cierta tradición urbana. Los clubes sociales y los viajes a Europa eran utilizados para pulir el duro carácter de aquellos recios mineros y cultivadores que se habían cuidado de no hacer sus capitales, yendo como sus pares de otras regiones a las guerras civiles como la de los mil días. Su padre Antonio María Hernández escasamente se había dejado atraer por la vida política.
El matrimonio se realizó con gran pompa el 18 de julio de 1926, en una misa oficiada por el obispo de la ciudad, Manuel J. Caycedo, en la iglesia de los hermanos cristianos. A poco hicieron maleta para Bogotá donde Mariano Ospina Pérez había sido designado por el recién elegido presidente Miguel Abadía Méndez, ministro de obras públicas, en su calidad de ingeniero civil de la Facultad de Minas de Medellín.
Ospina no tenía ninguna fisura, ningún pliegue mal planchado de lo que se esperaba de un dirigente antioqueño que aspiraba a figurar a nivel nacional, pero esta primera incursión en el gabinete no fue exitosa y abandonó su cargo a los 6 meses. En tanto, la estadía de Bertha Hernández de Ospina en Bogotá tampoco había sido muy feliz, dedicada a administrar los asuntos hogareños con su mucama Diocelina y a conversar en las tardes en su casa de la calle trece, cerca a la Estación de la Sabana, con la señora Emilia, madre del escritor Indalecio Liévano Aguirre.
El frío de Bogotá no templaba bien en sus nervios. Tras la renuncia de Mariano al gabinete, la pareja viajó a Medellín donde la madre de la joven esposa había caído en cama y para cuidar junto a los suyos, el primer embarazo de doña Bertha. Empezaba así la familia Ospina Hernández a ascender en la arena política nacional, donde cada acto hogareño podía acabar marcando el rumbo de un país que vivía, por entonces, un tiempo de cambio acelerado. Las antiguas relaciones económicas y sociales basadas en el patriarcalismo, se estaban resquebrajando bajo el peso de la entrada de Colombia a la era del capitalismo. Nuevos sectores ingresaban a la vida pública, los obreros, las mujeres, los indígenas. Mariano Ospina tenía el carisma, el talante.
A su esposa la definía una palabra que nos había legado la historia romana: carácter. Juntos sabrían imponerse en circunstancias difíciles para llegar a ser una sola voluntad repartida en dos cuerpos.
Mariano fue nombrado en 1930gerente de la Federación Nacional de Cafeteros, un cargo donde representaría los intereses de los mayores exportadores de riqueza, gremio que antes de llamarse así fue representado, a comienzos del siglo XX, por otro ilustre político, Rafael Uribe Uribe. En la década de 1930, el Partido Liberal retornó al poder luego de 44 años de exilio interior, con la presidencia de Enrique Olaya Herrera y trajo en su doctrina un nuevo elemento:
el cambio social para responder desde el Estado a las poderosas fuerzas económicas y sociales que habían emergido a la escena de la política nacional. Se esperaba un cambio y Colombia necesitaba de un partido capaz de hacerlo.
Pero ese proyecto falló por el temor a que los nuevos sectores sociales en su irrupción al mundo urbano pudieran reclamar el poder a los sectores tradicionales:
Iglesia, terratenientes, mineros y ganaderos. A ese período lo llamamos Violencia política. Los partidos parecían no haber tenido tiempo suficiente para lograr la convivencia y serenidad necesaria para hacer los cambios políticos camino a la modernidad. La pugnacidad creciente entre liberales y conservadores se avivó con la llegada al poder de los liberales en 1930.
Entonces los conservadores, liderados por Laureano Gómez, hicieron abstencionismo, decididos a no participar en lo que llamaban populismo liberal, al que Laureano achacaba de ser el antifaz para esconder la corrupción política:
Laureano combatiría con ardor al liberalismo que iniciaría un cambio profundo conocido como “revolución en marcha”.
Adecuar el gobierno a los nuevos sectores sociales, producto de la entrada al capitalismo. En tanto el mundo iba enrumbando a una guerra que redefiniría un nuevo orden mundial, que no tendría su asiento en potencias europeas sino en EE.UU. y la URSS. Nuestra centralidad geopolítica haría que este orden nos impactara al formar parte de la zona de influencia de Estados Unidos.
Bertha Hernández como esposa se había dedicado a “producir hijos para Dios y para la patria”. En tres años consecutivos había tenido tres hijos, entonces le dijo a Mariano, quien ansiaba tener una gran prole, que: “No pasaría el resto de su vida esperando y criando muchachitos”6. Ella había demostrado su talento para la arquitectura en el montaje de la finca Mi Ranchito en Itagüí, y durante la presidencia de Mariano, la Hacienda San Pedro en Chía y luego lo hizo en La Clarita en Fusagasugá, donde se dedicaba al cultivo de orquídeas.
En tanto esperaba en casa a que su marido terminara sus largas giras políticas como senador y gerente de la Federación de Cafeteros, se fue relacionando con grupos que luchaban por los derechos políticos de la mujer. Cuando Mariano organizaba en su casa en Bogotá una reunión política o gremial, doña Bertha no se retiraba y se quedaba todo el tiempo “…y como era la señora no me podía decir que me fuera”7. A veces se hacía acompañar por algunas de sus amigas a las gradas del Congreso para presenciar los intensos debates entre Laureano y los líderes liberales como Carlos Lleras y su primo Alberto Lleras o con Jorge Eliécer Gaitán.
Mariano Ospina fue elegido candidato a la presidencia en la Convención Conservadora en el Teatro Colón el 23 de marzo de 1946, llevada a cabo sin la presencia de una mujer. Primero la convención azul eligió a Laureano Gómez quien declinó la nominación, dando paso a la postulación de Mariano Ospina, quien apeló a un movimiento político suprapartidista para llevar al conservatismo al poder, un partido que bajo la dirección de Laureano Gómez había sufrido grandes tensiones por sus críticas a la política liberal. Mariano Ospina fue elegido ese año en una votación histórica, remontando al partido mayoritario que había caído en minoría por la división de sus filas en dos candidatos Gabriel Turbay y Jorge Eliécer Gaitán.
Una vez posesionado con un gabinete bipartidista, Ospina se dedicó a gobernar y doña Bertha, como primera dama, empezó a asistir a los almuerzos de su marido en Palacio, lo que le permitió afianzar su educación política.
No fue muy amiga de andar con la elite bogotana sino que prefirió la compañía de la gente sencilla, en los barrios populares que empezaban a extenderse por la Sabana.
Pese a las buenas intenciones de Mariano Ospina como presidente, se fueron dando en Colombia las condiciones para la violencia política: el ánimo revanchista fue carcomiendo a los dos partidos que habían crecido bajo el signo de la guerra civil, lo cual los había dotado más para enfrentarse que para asumir el cambio como una cuestión nacional.
El 9 de abril de 1948 Bogotá amaneció con la celebración de la IX Conferencia Panamericana que reunía a los cancilleres del continente para escuchar al general Marshall, investido como secretario de Estado de Estados Unidos.
Mariano Ospina y su esposa asistieron a la sesión de la Conferencia en la mañana y luego se dirigieron a la inauguración de la Feria Agropecuaria. Cuando marchaban a Palacio, a la hora del almuerzo, estallaron en el centro los motines por la muerte del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, asesinado por Juan Roa Sierra.
El carro del presidente con la pareja a bordo entró poco antes de que la multitud vociferara: “a Palacio”. En torno al cadáver de Roa Sierra se inició su marcha sobre la carrera séptima a tomarse la sede de gobierno.
Entonces, como narra su hija Clarita en la biografía de su madre, “La primera dama se quitó el sombrero y lo pone sobre el asiento, luego coloca sobre su elegante vestimenta un delantal de labores y llena sus bolsillos de municiones que ha solicitado. Luego resueltamente doña Bertha se dirige a su tocador y saca dos revólveres con los que suele practicar tiro al blanco y en su cartuchera se amarra uno al cinto, luego le entrega el segundo revólver a su hermana y le dice ‘vamos a defender a Mariano; a él nadie lo toca mientras yo esté viva’” (Ospina,1998). Ninguna de las seis mujeres que estaba en Palacio en ese momento lloró.
El ministro de educación, Joaquín Estrada González, le recordó a la primera dama que solo otra mujer en la historia de Colombia obró con el hombre que amaba de la misma manera: Manuela Saénz, la noche de la conspiración septembrina en 1828. De aquellos momentos es la célebre frase del presidente Ospina, aupado por el ejemplo de su mujer, cuando algunos insinuaban que debía renunciar: “Para la democracia colombiana vale más un presidente muerto que un presidente fugitivo”.
Doña Bertha no solo tuvo tiempo de mantener alta la moral de las tropas en Palacio, sino también de coordinar la llevada de su hijo Gonzalo desde el colegio jesuita a la embajada de Estados Unidos. Un pálpito le hizo ordenar que se ocultara la única botella de whisky en Palacio del llamado “El día más largo” en la historia de Colombia. Las negociaciones con los liberales para crear un gobierno de unidad nacional esa noche, resultaron tensas, pero un trago de la botella ayudó a aliviar los ánimos. La Quinta Estación de Policía todavía era foco de la revuelta. Las tropas que habían demostrado su lealtad en la defensa de Palacio, fueron enviadas a tomarse las emisoras de radio desde donde se arengaba a la multitud. Doña Bertha organizó, además, los turnos de ducha y afeitada y llamadas telefónicas de los doscientos diez soldados que defendieron Palacio. En tanto desde el Ministerio de la Defensa, Laureano Gómez coordinaba el sofocamiento del alzamiento popular.
Cuando Sofía Ospina de Navarro,hermana de Mariano, logró telefonear el 10 de abril a preguntarle sobre la situación el presidente le respondió: “Todo bien gracias a Policarpa”, rememorando a la joven que encabezó en la Sabana la resistencia contra los españoles al inicio de la independencia. Un disparo de cañón contra la torre de la Iglesia de Santa Bárbara, tomada por los francotiradores que tenían bajo fuego a Palacio, puso fin al último foco de resistencia. Ese mismo día en alocución presidencial desde Palacio, a través de la Radio Nacional de Colombia y luego de atribuirle los hechos al comunismo internacional, terminó con estas palabras: “De pies sobres las ruinas yo creo en Colombia y tengo fe en vosotros”.
A la semana siguiente Mariano Ospina y su esposa iniciaron una gira por todo el país, donde Bertha Hernández pronunció sus primeros discursos políticos. Es en ese contexto, con sus tres hijos fuera del país y rota la unidad política desde el 9 de abril, que doña Bertha dio un trato frío en Palacio a los ministros de la coalición a quienes consideraba desleales con el gobierno de su esposo y a poco dio la noticia de que se encontraba en embarazo de una bebé que nació el 29 de agosto de 1949 y lleva el nombre de María Clara.
Referencias
1 Isabel de Boy. “Lorencita cariños en nombre del pueblo para la primera dama”, en El Espectador, 27 de marzo de 1960, p. 14.
2 Arciniegas, Germán. Evocación y presencia de Lorencita. Bogotá, Editorial Antares, 1960, p. 17.
3 Santos Castillo, Hernando. “Charla familiar con el doctor Eduardo Santos”, en Lecturas Dominicales de El Tiempo, 2 de agosto de 1970, pp. 6-7.
4 Entrevista a Juan Carlos Villegas el 16 de enero de 2013.
5 “Lorencita Villegas”. El Tiempo, 26 de marzo de 1960, p. 18.
6 Ospina Hernández, María Clara. Doña Bertha, Bogotá, Planeta, 1998, p. 72.