23 de diciembre del 2024
 
Soldados recibiendo atención médica de la Cruz Roja. 1915. Colección Library of Congress, Washington, D. C.
Marzo de 2015
Por :
Manuel Vega Vargas. Médico cirujano, Universidad Nacional. Magíster en historia y candidato a doctor en historia de la misma Universidad. Docente investigador, Universidad Externado de Colombia

LA SALUD Y LA MEDICINA DURANTE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL

Cuando me trajeron, me quitaron toda la ropa, me pusieron encima de una mesa y empezaron a limpiar alrededor de la herida con cuidado, pero el dolor fue tan atroz que preferí haber muerto en el campo… Entonces me pusieron un bozal y me ordenaron contar…y cuando me recobré del todo, vi que me habían recortado un arshin*… Bien guapo me habían dejado**.

Esta breve descripción consignada por la enfermera rusa Sofía Fedórchenko entre 1915 y 1916 revela los retos y la respuesta en salud durante los años de la Primera Guerra Mundial. Allí el saber médico, fundado en la combinación de tres paradigmas que guiaron la profesión desde finales del siglo XIX, la anatomoclínica, la fisiopatología y la etiopatología, pondría a prueba su capacidad resolutiva incorporando conocimientos y procedimientos elaborados en su largo devenir, pero también desarrollando en el fragor mismo de la batalla nuevos elementos que impulsarían las innovaciones futuras.

Establecimiento New Welt en Berlín, convertido en sala de hospital. Dormitorio de los heridos franceses. Fotografía de Agence Rol, 1914. Colección Bibliothèque Nationale de France.

 

Bajo este eclecticismo, el camino de la práctica médica venía produciendo aportes importantes con médicos como Krehl, Widal y Osler. Las indagaciones psicoanalíticas de Freud y la sociopatología de Grotjahn completaban un cuadro de conocimientos que iban dotando al campo médico de nuevas herramientas de cara a las necesidades del siglo que apenas comenzaba. 

En la segunda mitad del siglo XIX Lister trabajó en la antisepsia con el ácido fénico y tanto él como Pasteur seguían las apreciaciones de Hipócrates primero, y luego de Galeno, sobre la importancia de lavar las heridas y los instrumentos con agua hervida o en su defecto con vino. Johan Von Mickulicz había ideado y empleado guantes esterilizados al vapor, pero en 1890, en el Hospital John Hopkins de Baltimore, el cirujano William Stewart Halsted diseñó guantes de goma que se hicieron de uso obligatorio para todos los cirujanos a partir de 1894. 

Ambulancia para cirugías en Francia. Fotografía Bain News Service, ca. 1914-1915. Colección Library of Congress, Washington, D. C.

 

Sobre el cambio de siglo, Knud Faber descubrió la toxina del tétanos y la comisión conformada por Walter Reed, James Carroll, Aristides Agramonte y Jesse W. Lazear intentaba resolver los enigmas de la fiebre amarilla. Más tarde, en 1908, Alexis Carrel desarrollaría sus investigaciones sobre el trasplante de órganos y de los grandes vasos, lo que le valdría el Premio Nobel en 1912. 

Ambulancia para cirugías en Francia. Fotografía Bain News Service, ca. 1914-1915. Colección Library of Congress, Washington, D. C.

 

Lo común a todos ellos es que cada uno, desde un lugar distinto, estaba construyendo un conjunto de saberes fundamental para aquellos hombres que en el marco de la Primera Guerra Mundial se enfrentarían a grandes desafíos en los campos de la cirugía y el tratamiento de las enfermedades. En ese empeño fue definitivo el avance de la higiene, la anestesia, los logros de la cirugía antiséptica y aséptica, los rayos X y la bacteriología, elementos que constituyeron pilares indiscutibles de la respuesta en salud que se desplegó frente a la insospechada mortandad y duración de una guerra que, primero, fue de trincheras y luego de movimientos; una guerra a medio camino entre las formas tradicionales y la guerra moderna. 

“Aprendiendo a caminar por segunda vez”. “Después de alguna práctica estos hombres de patas de palo caminarán tan bien como personas no lisiadas”. Arriba, un soldado Francés, abajo, soldados italianos. Colección Library of Congress, Washington, D. C.

 

La movilización de personal médico es uno de los primeros aspectos que llama la atención sobre el papel de la medicina en la guerra. Alemania llevó al frente el 80% de los 33.031 médicos con que contaba a inicios de 1914. En Francia, para 1915, 18.000 médicos respondieron al llamado y al finalizar la confrontación cerca de 11.000 de los 22.000 médicos que había en Inglaterra, prestaron su servicio en el campo de batalla. 

“Es un feo corte el que tienes, amigo mío. Dijo el coronel”. Dibujo en color de Frederic Dorr Steele, 1917. Colección Library of Congress, Washington, D. C.

 

A diferencia de las guerras del siglo XIX, la Primera Guerra Mundial pareció constituir el primer conflicto en el que las heridas pesaron más en la mortalidad que las enfermedades. Como lo señala David Stevenson, esta aseveración es cierta al menos para al frente occidental, pues en el caso turco el padecimiento de enfermedades multiplicó por siete las causas de mortalidad por encima de las heridas. Algo similar ocurriría en África occidental, en Macedonia y en lugares como Serbia, en donde el tifus afectó a la cuarta parte de los efectivos de este territorio en 1915. El caso ruso no está lejos de esta última tendencia, pues se calcula que 5 millones de soldados fueron hospitalizados a lo largo de la guerra a causa de afecciones como el escorbuto, el tifus, la fiebre tifoidea, el cólera y la disentería.

Mujeres llevando heridos. Fotografía de Agence Rol., 1915. Colección Bibliothèque Nationale de France.

 

Con excepción de la epidemia de gripe de 1918, conocida como la visita de la dama española, en el frente occidental la mayor parte de las muertes estuvo originada en las heridas. Esto da cuenta, sin lugar a dudas, de la incorporación, por parte de los médicos ingleses, franceses y alemanes, de medidas preventivas de higiene como el uso de agua limpia, disposición de instalaciones para el aseo del cuerpo, despiojo en espulgaderos públicos y vacunación frente a la viruela y al tétanos. Sin embargo, la sífilis y el “pie de trinchera”, una afección que producía necrosis de los miembros inferiores debido a la constante presencia de agua en las trincheras, continuaban aportando bajas considerables. 

Coche equipado para la práctica de radiología, servicio de salud militar del ejército francés. Operación en la tienda. Fotografía de Agence Rol, 1914. Colección Bibliothèque Nationale de France.

 

La alta tasa de recuperación de los soldados debido a intervenciones médicas que contaban con hospitales móviles y unidades de rayos x en el frente de batalla, es un elemento que explica la veloz reposición de combatientes, así como el gran número de efectivos con el que contaron todos los ejércitos en 1917. 

Varios avances novedosos en el campo médico tuvieron lugar en el marco de esta confrontación. Aunque se ha sobrevalorado el papel de la Gran Guerra en los progresos de la cirugía, es claro que se presentaron logros significativos los cuales encontraron utilidad en la práctica médica civil de los siguientes años. En un contexto donde el uso de proyectiles de mayor calibre y explosivos hizo que las heridas fueran terribles, la cirugía plástica reconstructiva, sobre todo de la cara, ofreció importantes respuestas. Fue sir Harold Gillies, en la Primera Guerra, quien estimuló el desarrollo de la cirugía maxilofacial. La diferenciación de las heridas, la fijación con placas, clavos y círculos metálicos en el caso de fracturas, la limpieza de las heridas, los colgajos y el uso de tracción, empleado por los ingleses, disminuyeron las amputaciones y la mortalidad. 

“Por la patria, mis ojos; por la paz, su dinero. Préstamo Nacional”. Afiche de Alfredo Ortelli. Publicado por Atelier Butteri, ca. 1918. Colección Library of Congress, Washington, D. C.

 

La posibilidad de reconstruir arterias llevó al joven médico francés Lyon Alexis Carrel a abrir nuevos caminos en el tratamiento de los aneurismas y en la cirugía general de los vasos sanguíneos y el corazón. Tras cansarse del tema vascular su aportación final a la cirugía fue la “solución Carrel-Dakin”, un antiséptico usado durante la Gran Guerra y la Segunda Guerra Mundial. 

Soldados canadienses en el Mrs. Astor’s Hospital, ca. 1915. Colección Library of Congress, Washington, D. C.

 

En el campo de la antisepsia Fleming estudió la resistencia frente a la infección en los heridos de combate y llegó a la conclusión de que los fuertes antisépticos químicos que se utilizaban para limpiar las heridas en el campo de batalla lo que hacían en realidad era dañar las defensas naturales del cuerpo.

Durante la Primera Guerra Mundial se administró a los soldados una solución salina con el fin de corregir las pérdidas y restaurar el equilibrio de fluidos, pero fue insuficiente, pues la solución recorría el cuerpo sin elevar el volumen de sangre. Para 1914 Louis Agote dio a conocer el método de transfusión con sangre citrada. Luego, la creación de bancos de sangre y plasma esencial para la cirugía de urgencia, obtuvieron de la guerra un impulso significativo y permitieron enfrentar con mayor eficacia el shock hipovolémico. 

Un miembro de la Cruz Roja británica escolta a un soldado alemán herido a un hospital de campaña. ca, 1914-1918. Library of Congress, Washington, D. C.

 

Marie Curie creó centros radiológicos de campaña, cerca del frente, para ayudar a los cirujanos. Estos no eran otra cosa que unidades móviles de radiografía, conocidas popularmente como petites Curie. El inglés Charles Myers, en febrero de 1915, identificó y describió lo que hoy denominamos como estrés postraumático en los soldados, llamado durante la Gran Guerra “fatiga de combate” o Shell shock. Myers publicó sus resultados en la afamada revista The Lancet. Entre tanto, Norman Bethune, el activista político y médico canadiense se probaría como camillero en el frente occidental, forjando allí, como estudiante, la postura crítica hacía la sociedad y la medicina modernas que exhibiría luego con vehemencia siendo profesional.

Puesto de primeros auxilios. Impresión de Lucien Jonas, ca. 1927. Colección Library of Congress, Washington, D. C.

 

Pero el hallazgo que ofrece mayores paradojas tiene que ver con la quimioterapia contra el cáncer. La noche del 12 de julio de 1917 cientos de obuses marcados con cruces de color amarillo cayeron sobre el ejército británico que se encontraba ubicado en la ciudad belga de Ypres. Se trataba del conocido gas mostaza. A causa del gas esa noche murieron o resultaron heridos cerca de 2.000 soldados de una manera terrible. Pero solo hasta 1919 Edward y Helen Krumbhaar, estudiaron a los sobrevivientes y encontraron que sus glóbulos blancos estaban muy bajos, las células normales se habían secado, estaban anémicos y necesitaban transfusiones una vez al mes. El gas había barrido solo algunas poblaciones específicas de células de la médula ósea. 

Gaseados [Gassed]. Óleo de John Singer Sargent, 1919. Colección Imperial War Museum, London.

 

Si no hubiera muerto cuatro años antes, el macabro hallazgo de los Krumbhaar habría emocionado profundamente a Ehrlich quien llevaba años buscando una nueva “bala mágica”, diferente al salvarsán, que atacara específicamente algunas células malignas de la sangre, respetando a las benignas. No obstante, tuvo que ocurrir un “incidente” en Bari, durante la Segunda Guerra Mundial, para que se iniciara una mayor investigación acerca de los efectos del gas mostaza. Goodman y Gilman se preguntaron años después sobre el efecto Krumbhaar, o la especificidad del gas para diezmar específicamente a los glóbulos blancos: ¿Podría ese efecto o algún primo etiolado explotarse en un entorno controlado, un hospital, con dosis minúsculas y monitorizadas para hacer diana contra los glóbulos blancos malignos?

”Aprende a ajustar el respirador correcto y rápido. No respirar mientras lo hace, y esto no te sucederá / WG Thayer“. Litografía del Servicio de Guerra Química, ca. 1915. Colección Library of Congress, Washington, D. C.

 

Lo único cierto es que a partir de todos estos materiales le fue posible a la medicina del siglo XX enfrentar, con más o menos eficacia y siempre de manera tensa, los retos de las guerras por venir y los problemas de salud que aquejaron al mundo en los años siguientes. El carácter de esa medicina que se iniciaría con la Primera Guerra Mundial no puede ser resumido de mejor manera que con la idea propuesta por el historiador Pedro Laín Entralgo: desde ese momento y seguramente hasta hoy, el conocimiento científico de la enfermedad es la historia simultánea de un poderío y una perplejidad, la combinación entre la indudable capacidad técnica desplegada y la resignación frente a su suficiencia, su eficacia real, y habría que agregar hoy, sus consecuencias. 

Edward Krumbhaar
(1882–1966)

Al realizar estudios sobre cadáveres de soldados y sobrevivientes de los ataques con “gas mostaza”, en Ypres (Bélgica, julio de 1917), este médico norteamericano y su
esposa Helen Dixon Krumbhaar, encontraron que los glóbulos blancos de estos combatientes estaban muy bajos. El gas había barrido solo algunas poblaciones específicas de células de la médula ósea. El descubrimiento, registrado en “Sangre y médula ósea en envenenamiento con gas mostaza”, escrito por la pareja, es la base de las investigaciones sobre la quimioterapia contra el cáncer, desarrolladas más adelante.

Fotografía de Marceau. U.S. National Library of Medicine.

 

Referencias

1 Laín Entralgo, Pedro. Historia de la medicina. Barcelona, Salvat Editores, 1982.

2 Stevenson, David. 1914–1918. Historia de la Primera Guerra Mundial. Barcelona, Debate, 2014.